Tribuna:

Balears, Balears MIQUEL BARCELÓ

Balears, Balears pudiera, en efecto, parecer el final de una dirección postal extrañamente reiterativa. Desde siempre Balears ha sido el nombre de dos islas, la de Mallorca y la de Menorca. El nombre culto, por supuesto. El que aparece en los latines antiguos primero y más o menos medievales después. Los andalusíes llamaban a las islas, todas, simplemente "las islas orientales", un referente geográfico estricto. La Iglesia conquistadora a partir de 1230 reintrodujo la culta fórmula, Balears, que, en principio, aludía sólo a Mallorca y Menorca. Eivissa y Formentera permanecían fuera habitualmen...

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Balears, Balears pudiera, en efecto, parecer el final de una dirección postal extrañamente reiterativa. Desde siempre Balears ha sido el nombre de dos islas, la de Mallorca y la de Menorca. El nombre culto, por supuesto. El que aparece en los latines antiguos primero y más o menos medievales después. Los andalusíes llamaban a las islas, todas, simplemente "las islas orientales", un referente geográfico estricto. La Iglesia conquistadora a partir de 1230 reintrodujo la culta fórmula, Balears, que, en principio, aludía sólo a Mallorca y Menorca. Eivissa y Formentera permanecían fuera habitualmente de la culta fórmula. Es seguramente trivial mantener una discusión sobre la vigencia de cualquiera de estos antecedentes. No la tienen. El reino, después cristiano, será el de Mallorca, no el de Balears, cuyo nombre quedará relegado a antigualla para uso de clérigos y notarios y, brevemente, de finos fascistas. Eivissa y Formentera, llamadas Pitiusas, forman parte geográfica del archipiélago Balear. Y en la época andalusí Menorca e Ibiza eran deudoras fiscales, tal cual lo dicen los textos, de Mallorca, su madre administrativa. También es cierto que las procedencias específicas adoptaban nombres locales, menorquín, mallorquín, ibicenco, sin pretensión mayor de designación colectiva más allá de cada una de las islas. Todo esto se sabe. Y no tiene ahora menor importancia.La cuestión se activa sólo cuando algunos partidos políticos y ciertas instituciones consideran conveniente consolidar una de las denominaciones colectivas, que enlazan con el nombre culto anterior, Balears. Y, para empezar, no es un desvarío administrativo puesto que la organización estatal española ha consagrado, con la obstinación que caracteriza a los estados modernos, el nombre de la provincia y la estructura política delegada que la rige. Balears, fuere lo que fuese muy antiguamente, es un nombre provincial de España superpuesto a uno geográfico. De ahí, Balears, Balears, redundante el nombre, pero no la misma cosa. El Balears geográfico no tiene alternativa posible y el Balears provincial es, al menos por ahora, de poco y mal arreglo. Es más, no se ha concebido aún, que se conozca, cómo debería ser una eventual ordenación política nueva. El llamado en su día "mallorquinismo político" es significativamente vago en todo lo que no sea reconocimiento del catalán como lengua y del comienzo histórico de la sociedad mallorquina con la conquista catalana de diciembre de 1229. Las dos cosas son inequívocas y así, en general, fueron manifestadas por el incipiente mallorquinismo abruptamente y con violencia extinguido, como conciencia y saber social, por las fuerzas fascistas a partir de 1936.

Ahora bien, ni aquel "mallorquinismo" ni el de ahora, que en el anterior busca una referencia doctrinal, proponen con precisión el sentido que debe tener la reversión histórica, si ello pudiera, en efecto, producirse. Y no lo hacen porque no hay ni información ni imaginación tan potente como para decidir cuál hubiera sido la sociedad resultante si las cosas hubieran ido desde el principio de otro modo, si, por poner ejemplos, no hubiera habido forans ni germanías ni Decreto de Nueva Planta ni, claro, tantas y tantas derrotas. No puede pensarse el presente ni, por supuesto, el futuro desde la desesperación cultural, desde la percepción de una mengua incesante, tanto poblacional como de usos y signos de relación social, algunos imprescindibles como la lengua catalana y otros innecesarios como elcatolicismo. Hacerlo implica introducir factores de irracionalidad que distorsionan la reflexión hasta convertirla en un monstruo incapaz de habitar en la tierra y, por ello, trivial y fatuo. No se puede prever un futuro con la convicción de que siempre se ha perdido. Porque este perder supone la admisión de que hubo, aunque sólo fuera tan breve como un parpadeo, una realización en el pasado -de una sociedad o de un Estado- a la que se aspira a volver, y que, durante el penoso alejamiento, sirve de norma para valorar todos los presentes miserables. Pero este fugaz momento de plétora nacional no existió jamás, o no es reconocible, o puede suponerse tan múltiple que pierde reverberación. En cualquier caso, la singularidad del procedimiento estriba en que, fuere cual fuere el punto normativo, la deriva efectiva conduce a distanciarse irreversiblemente de él. Surge, entonces, la desesperación cultural, y el punto breve en el pasado se vuelve una obsesiva afirmación de la identidad hecha con trazos gruesos, nada aptos para dibujar complejas y delicadas realidades.

Lo que hay ahora como organización institucionalizada de poder político es Balears. Y las cosas difícilmente pueden volver a ser como nunca, en realidad, fueron. Y aceptarlas como son no supone aceptar una derrota más o un final, como casi todos, inmerecido. La identidad, cualquiera que sea o haya podido ser, no puede sustraerse del proceso concreto a través del cual la realidad se produce. Y en las Balears ahora hay reconociblemente sociedades de poscampesinos con migraciones de pobres y de ricos. Estas sociedades no pueden recorrer los caminos de la constitución de las sociedades modernas historiográficamente normativos, con burguesías nacionales y proletarios autóctonos o mínimamente desplazados. El itinerario balear es único y sólo está en el futuro. Un futuro más previsible de lo que fue el que ya es ahora pasado.

La reclamación de sólo "mallorquinidad" es intempestiva y quizá esconda un designio político de mayor alcance que el aparente de consolidar algunas opciones electorales abocadas a fusionarse a medio plazo, y fijar el mayor poder local, el de Mallorca. Quizá lo que está, en mi opinión, en juego es la determinación del tamaño en el que resulte más eficiente la gestión, por parte de sus habitantes, del medio humano del archipiélago. Y esta gestión, que requiere un principio riguroso de equilibrio, no puede ser sólo mallorquina. Debe ser menorquina y pitiusa. No se puede gestionar razonablemente la lengua de supervivencia, la catalana, sin esta gestión integrada. Tampoco la educación, la sanidad ni, por supuesto, el tamaño, el orden social cada vez más urbano y las presiones sobre el medio generadas por el turismo. Justamente, la antigua provincia puede contener un futuro nada previsto en su condición inicial fragmentaria y subalterna. Quizá algunos mallorquinistas tengan razón ahora al proclamar que no hay Balears, que Balears no es un país. Pero a veces la historia, la narración del pasado, no tiene futuro alguno, ni siquiera proporciona indicaciones obligatorias sobre cómo alcanzarlo. Parece que no estaba escrito y, sin embargo, si hay país en el porvenir será integrado, el de todas las islas; es decir, Balears.

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