Tribuna:

Palabras

El cardenal Cisneros ordenó quemar en la plaza Bib-Rambla de Granada, en el año 1500, los libros musulmanes que guardaban con sus letras extrañas una memoria ajena a la verdad cristiana. Las llamas y el humo levantaron sobre la ciudad el abrasador monumento de la intolerancia, las convicciones fundamentalistas y la asfixia. Cinco siglos después, los bibliotecarios del Ayuntamiento de Granada quisieron organizar una fiesta de homenaje a las palabras, al diálogo entre culturas y al simple respeto, ese valor prudente y poco llamativo que sigue siendo una apuesta moral, un verdadero acto de diside...

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El cardenal Cisneros ordenó quemar en la plaza Bib-Rambla de Granada, en el año 1500, los libros musulmanes que guardaban con sus letras extrañas una memoria ajena a la verdad cristiana. Las llamas y el humo levantaron sobre la ciudad el abrasador monumento de la intolerancia, las convicciones fundamentalistas y la asfixia. Cinco siglos después, los bibliotecarios del Ayuntamiento de Granada quisieron organizar una fiesta de homenaje a las palabras, al diálogo entre culturas y al simple respeto, ese valor prudente y poco llamativo que sigue siendo una apuesta moral, un verdadero acto de disidencia y rebeldía en la sociedad española. Pero el cuchillo carnívoro de la actualidad no permitió que este homenaje a los libros fuese un ejercicio de memoria, una indagación entre los filos dogmáticos del pasado. La canallada de Vitoria, el asesinato de Fernando Buesa y Jorge Díez, nos devolvió al presente, nos convirtió en testigos de la sangre, en observadores del fuego, sentados en una primera fila dolorosa para conocer la barbarie. Los asuntos del ayer son heridas de hoy, vamos de nuestros recuerdos a nuestras víctimas, de nuestros orígenes a nuestros funerales.Los sacerdotes y los nacionalistas comparten su inclinación a las tumbas, porque la muerte es el momento de la verdad, y ellos viven sometidos a la verdad, sacrificados a una realidad sagrada anterior a las palabras. El lenguaje es un artificio, un pacto arbitrario de significantes y significados que los individuos necesitan para sentirse ciudadanos, para entenderse en sociedad, para definirse mutuamente en el diálogo. La verdad de los sacerdotes y los nacionalistas es anterior al artificio, al lenguaje, al diálogo y a la política. Cuando los dioses hablan, cuando la tierra pretende imponerse como verdad natural, sobran las palabras, las razones y los datos de la Historia. No es lo mismo una opinión que una verdad. Los que tienen opiniones suelen discutir, pactar, entenderse; los que son hijos de la verdad se consideran con derecho a quemar libros, a despreciar a los partidos, a colocar una bomba en una esquina, justo en el centro de la indignación, el miedo, el dolor y la impotencia. Y también justo en el centro de la desorientación. Los obispos se atreven a despreciar a los partidos laicos, piden el voto para el mal menor de la derecha, y los partidos de izquierdas les subvencionan sus colegios, sus romerías, sus procesiones y sus púlpitos. Los nacionalistas utilizan la agresión para seguir recibiendo privilegios y prebendas fiscales.

Con un nudo en mi garganta y en mis opiniones, participé en el homenaje a los libros de la plaza Bib-Rambla. Leí un poema titulado En pie de paz, unos versos de la época del referéndum sobre la OTAN, dedicados a la paciencia y la fragilidad de las palabras que se oponen a la muerte: "a vosotras antiguas camaradas del mundo, / camaradas del hombre que os pide y os levanta...". Eso tengo escrito sobre las palabras, pero cambié mis versos en la lectura pública: "a vosotras antiguas compañeras del mundo". Fue un homenaje íntimo al compañero Fernando Buesa, una tontería secreta, una de esas tonterías a las que nos dedicamos los poetas, por amor a los matices de las palabras, por indignación ante los caínes sempiternos.

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