Tribuna:

El tacto y la palabra RUTH TOLEDANO

Estaba yo tocando el cielo con los ojos, saboreando el amor a través de los ladridos con los que Carlos me contaba algo, estaba yo olisqueando con indolencia la situación. Estábamos pasando el rato en la plaza del Rey, cuando los vi acercarse. Eran dos hombres de unos treinta años, iban del brazo y caminaban siguiendo, entre otras, la indicación de un bastón blanco muy delgado. Llevaban gafas negras, lo que daba un aspecto un punto más moderno a un atuendo deportivo bastante convencional. Caminaban a otro tiempo, con cierta lentitud pero no con torpeza. Parecían ver muy claro un camino para mí...

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Estaba yo tocando el cielo con los ojos, saboreando el amor a través de los ladridos con los que Carlos me contaba algo, estaba yo olisqueando con indolencia la situación. Estábamos pasando el rato en la plaza del Rey, cuando los vi acercarse. Eran dos hombres de unos treinta años, iban del brazo y caminaban siguiendo, entre otras, la indicación de un bastón blanco muy delgado. Llevaban gafas negras, lo que daba un aspecto un punto más moderno a un atuendo deportivo bastante convencional. Caminaban a otro tiempo, con cierta lentitud pero no con torpeza. Parecían ver muy claro un camino para mí invisible. Sólo les distinguía, en su espacio distinto, una postura diferente: cierta rigidez, cierta rara verticalidad que demostrara que las aristas, las coordenadas del mundo físico dependen de nuestros sentidos, son siempre otras. Yo les seguía con mis ojos y creí que ellos me veían con alguna otra cosa. Como yo, ellos también iban con un perro. Se dirigieron, realmente sin vacilar, hasta la escultura en hierro que se encuentra frente a la puerta del Ministerio de Cultura. La escultura de Chillida, la llamamos, porque lo parece. Oí por primera vez el sonido de esa escultura cuando los dos hombres de las gafas negras y el perro la miraron con el bastón blanco muy delgado. Y entonces comenzaron a tocarla con las manos y a recorrerla en círculo una y otra vez, despacio, con la seguridad que sea posible ante una obra de arte, con una fortaleza que les salía por los dedos. El perro, como todos los perros, estaba en la misma dimensión que sus dueños y también recorría en círculo, a un mismo tiempo, la escultura del supuesto Chillida. No hizo pis. Carlos y yo estábamos sentados, mirándonos con ellos, disfrutando de ver esa escultura más que nunca o de otro modo. Deseábamos que no dejaran de tocarla, con las yemas y con las palmas de las manos, y recordamos lo que ha dicho Valente hace poco: "Las palabras se palpan, sí. Como los senos de una mujer. Se mastican. La palabra se come. Esa palabra material, carnal. El verbo que se hace carne. Hay palabras que las haces con las manos". Eso recordábamos.Al cabo de un rato, se marcharon. Para poder contar lo que estoy contando y no meter la pata con una palabra, decidí cerciorarme de que la escultura de Chillida es de Chillida. Así que se me ocurrió llamar al Ministerio de Cultura de la plaza del Rey. Pensé que, siendo el Ministerio de Cultura y encontrándose una escultura de Chillida frente a su puerta, cualquiera podría confirmarlo. Pero no. Entonces llamé al Ayuntamiento, allí sabrían si la ciudad de Madrid dispone de un chillida frente a la puerta del Ministerio de Cultura. Tampoco. Me dijeron que llamara al Ministerio de Cultura. Y así sucesivamente. Lo digo para poder contar lo que venía contando y no meter la pata con una palabra. O tenía que habérselo preguntado a los dos tipos de las gafas negras y el bastón blanco muy delgado, los del perro. Yo creo que lo sabían. Lo cierto es que ellos me enseñaron algo que no sé mirando juntos la escultura de Chillida. Y volví a recordar las palabras de Valente: "La materia que desconocemos es inmensa. Creo que tenemos que creer en esa inmersión, tener el valor de descender hacia lo oscuro, para ver si volvemos con un poco de luz. Y eso sería la gran aventura poética".

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