Tribuna:

A la calle

RICARDO CANTALAPIEDRA

Hoy Madrid llora y sale a la calle a pregonarlo. A mediodía, el estupor, la indignación y el civismo caminarán de la mano desde Colón hasta la Puerta del Sol. Es un itinerario que sabe mucho de estas cosas; se ha convertido en el espacio donde los madrileños se apiñan cuando están consternados. Madrid, irremediablemente acogedora y abierta, es objetivo primordial de esos vellacos. Pero Madrid sigue adelante y ha aprendido a que estas cosas no le arrebaten la alegría de vivir, a pesar de todos los pesares.

Aunque parezca mentira, todavía se escuchan aquí sonr...

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RICARDO CANTALAPIEDRA

Hoy Madrid llora y sale a la calle a pregonarlo. A mediodía, el estupor, la indignación y el civismo caminarán de la mano desde Colón hasta la Puerta del Sol. Es un itinerario que sabe mucho de estas cosas; se ha convertido en el espacio donde los madrileños se apiñan cuando están consternados. Madrid, irremediablemente acogedora y abierta, es objetivo primordial de esos vellacos. Pero Madrid sigue adelante y ha aprendido a que estas cosas no le arrebaten la alegría de vivir, a pesar de todos los pesares.

Aunque parezca mentira, todavía se escuchan aquí sonrojantes comentarios de taberna al respecto. Hay sujetos que siempre encuentran sutiles justificaciones a la actividad de esos bestias. Claro, que casi todos esos individuos son directamente tontos, aunque peligrosos, descerebrados con ánimo de protagonismo, intelectualillos casposos y estúpidos sin remedio.

Ayer, a la hora del aperitivo, tuvo lugar en una cervecería de Chamartín un altercado que, en vez de acabar en tragedia, terminó en sainete, gracias a Dios y a la lucidez de un cliente con más escuela que Chicote. Cierto cretino comentó a voz en grito: "¡Vamos a romperles los huevos a todos los vascos!". El bar se quedó en silencio. Una señorona de edad incierta, parapetada tras un vermú y un ostentoso visón, abrió su boquita y babeó: "¡Eso, eso!". Y entonces se acercó a ella un chaval rubio, con pendiente y con mucho sosiego en la mirada, y le dijo serenamente: "Oiga, señora, sepa usted que yo soy vasco y me jode la ETA más que a usted, suponiendo que su precaria mente sepa de qué se trata. O sea, que de eso ni hablar del peluquín". Y con suprema elegancia puso su mano sobre la cabellera de la dama y le arrancó la peluca. Ella quedó como una estantigua, pasmada. El bar en pleno estalló en carcajada sobrecogedora. Y el chaval, con dulzura despidió así a la dama: "Señora, el dinero que gasta usted en pelucones y pieles debiera invertirlo en cultura". Un camarero sabio acompañó hasta la calle a la señora y a su esposo, que no pudo abrir la boca durante todo el altercado.

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