Tribuna:

Regalos

Cada regalo tiene la personalidad del que lo ofrece. El intercambio de presentes, tanto si son necesitados como si son superfluos, queridos o rechazados, provoca un cambio en el corazón de los involucrados; el que lo hace y el que lo recibe verán modificada su relación; en un sentido o en otro, el regalo les obligará a dar un paso. Así lo dice al menos Nuruddin Farah, en su novela Regalos, publicada en España a finales del año pasado. Teniendo en cuenta que Nuruddin Farah, además de ser un excelente escritor, es somalí, y que el libro lo escribió a principios de esta década, en la época en que...

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Cada regalo tiene la personalidad del que lo ofrece. El intercambio de presentes, tanto si son necesitados como si son superfluos, queridos o rechazados, provoca un cambio en el corazón de los involucrados; el que lo hace y el que lo recibe verán modificada su relación; en un sentido o en otro, el regalo les obligará a dar un paso. Así lo dice al menos Nuruddin Farah, en su novela Regalos, publicada en España a finales del año pasado. Teniendo en cuenta que Nuruddin Farah, además de ser un excelente escritor, es somalí, y que el libro lo escribió a principios de esta década, en la época en que una feroz hambruna azotaba su país y los limítrofes, no se puede poner en duda ni su capacidad, ni la dramática ocasión que tuvo para meditar sobre los regalos que allí se recibían: buena parte de aquellos paisanos suyos que no morían de hambre, sobrevivían gracias a los regalos que, en forma de alimentos o medicinas, les hacían los países ricos, o, por decirlo con más propiedad, industrializados.Hombre de gran catadura moral, el novelista hace que sus personajes, al tiempo que intentan desarrollar con normalidad sus vidas en el epicentro de la catástrofe, se debatan entre el agradecimiento, la indignación -al ver de qué modo algunos de los regalos les llegaban envenenados, o se trataban de simples degustaciones para hipotéticos futuros clientes- y el sentimiento de deuda. La costumbre de su país, viene a decir, les hará sentirse incómodos hasta que puedan corresponder a los presentes recibidos, incluyendo quizá en ellos la leche y la mantequilla contaminadas de la radiactividad de Chernobil que les envió la Comunidad Europea, cuyo rechazo por parte de los receptores sentó mal en Bruselas. Ese sentimiento de deuda contraída les honra y es plausible, pero a mí me parece innecesario. La devolución de esos regalos, fuera de la forma que fuese, establecería una correspondencia que quizá, por aquí, no fuera muy bien recibida. Por una razón muy simple, el reconocimiento llevará implícito un conocimiento, y buena parte de lo que se dio tenía la finalidad de que aquellos desconocidos que de repente aparecían por la televisión, desaparecieran de nuestras pantallas y siguieran siendo los desconocidos que hasta entonces habían sido.

Conmueven más las tragedias que sufre la gente a la que se desconoce que las que padecen los que conocemos. Y es más fácil ayudar a los primeros que a los segundos. Quizá porque ayudar a un desconocido es una muestra espontánea de altruismo, mientras que hacer lo mismo con un conocido no deja de sentirse como el cumplimiento de una obligación. La diferencia entre un tipo y otro de ayuda es la que va de la virtud de la caridad al menos virtuoso sentimiento de solidaridad.

En lo que va de siglo, la caridad, entre nosotros, no ha gozado de muy buena prensa. Basta con recordar dos ejemplos cinematográficos, Viridiana, de Buñuel, y Plácido, de Berlanga, para tomar el pulso de lo que gran parte de la sociedad -y no solamente los grupos de pensamiento más progresista- pensaba de aquellas damas -los ejemplos eran casi siempre femeninos- que se decidían a "sentar un pobre a su mesa, junto a un artista de Madrid", o acogían en su casa a menesterosos. Quizá por eso, las ONG, sean o no confesionales, pretenden conmovernos aludiendo a ese sentimiento laico que es la solidaridad, en vez de despertarnos el sentimiento religioso de la caridad. Quien ingresa dinero en una cuenta, prefiere sentirse solidario a caritativo. Y también quien compra una determinada marca de lavavajillas, de leche o tabaco, cuyos departamentos de publicidad aseguran que parte de los beneficios serán destinados a dar de comer al hambriento lejano. Bajo el alias de solidaridad, nunca la caridad, incluso la más hipócrita e interesada de las caridades, se había visto tan ejercitada. Y tan reconocida. El reciente Premio Nobel de la Paz a Médicos sin Fronteras, y el Príncipe de Asturias de la Concordia a Cáritas han sido acogidos como dos galardones indiscutibles y más que merecidos, tanto, que parecen obvios. Aunque tampoco parece menos obvia la reticencia de Médicos sin Fronteras ante un premio que, mira tú por donde, comparten con Henry Kissinger, un hombre que colaboró lo suyo para que organizaciones como la ahora galardonada fueran necesarias.

Lástima que el resplandor de ese estallido de caridad-solidaridad se vea enturbiado por noticias como la de la muerte de 26 niños en Perú, provocada por un desayuno caritativo, o el conocimiento de que mucho más de la mitad de los medicamentos enviados a Kosovo estaban caducados o eran poco fiables, o el "olvido" que nuestro presidente Zaplana tuvo en su viaje a Centroamérica, donde no visitó el hospital con el que los valencianos contribuimos a aliviar las deficiencias de la región. Parece urgente la creación de una ONG destinada a pedir el cese de buena parte de esa solidaridad-caridad. Para no agravar las necesidades de los necesitados, e incluso para no ofenderlos y despreciarlos con nuestros regalos.

Enric Benavent es escritor.

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