Tribuna:

La fiesta fantasma

Por mucho que se empeñen, con excelentes y mesuradas razones, los medidores incorruptibles del Observatorio de Greenwich, y aunque en sus mismas argumentaciones abunden matemáticos, físicos, astrónomos y demás guardianes del calendario, la gente, que es muy suya, ha decidido celebrar el nuevo milenio con un año de anticipación, dejando a Dionisio el Exiguo, inventor del cero, como un ídem a la izquierda. El mismo día anticipado en el que los terrícolas celebrarán su trucada efemérides, sus ordenadores les desordenarán idus y calendas, mandándoles con todos los pronunciamientos y merecimien...

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Por mucho que se empeñen, con excelentes y mesuradas razones, los medidores incorruptibles del Observatorio de Greenwich, y aunque en sus mismas argumentaciones abunden matemáticos, físicos, astrónomos y demás guardianes del calendario, la gente, que es muy suya, ha decidido celebrar el nuevo milenio con un año de anticipación, dejando a Dionisio el Exiguo, inventor del cero, como un ídem a la izquierda. El mismo día anticipado en el que los terrícolas celebrarán su trucada efemérides, sus ordenadores les desordenarán idus y calendas, mandándoles con todos los pronunciamientos y merecimientos al siglo XIX, restando cien años por su cuenta digital.Entre el presunto caos informático y el caos festivo y bimilenario que la humanidad se ha montado por su cuenta, no es de extrañar que nuestro humanísimo y decimonónico alcalde, Álvarez del Manzano, y sus munícipes se hayan hecho un lío y todavía no tengan muy claro, mientras escribo estas líneas, dónde celebrará el Ayuntamiento su millennium, si en la plaza Mayor, arrasando los tinglados de los mercaderes navideños como el Mesías en el Templo, o a la sombra de las torres gemelas e inclinadas de la plaza de Castilla, en la Cibeles o en Las Chimbambas.

Álvarez quiere dar la Campanada mayúscula para que Madrid no desmerezca entre otras grandes metrópolis del orbe en el concierto del Año Nuevo del nuevo siglo y del nuevo milenio. Todo un bingo por el que, sin duda, pasarán a la historia los ediles de las ciudades con mandato en esas fechas.

Como me ocurre ante muchas otras manifestaciones de la tradición popular y festiva madrileña, nunca vi claro ni el significado del rito ni la diversión que encierra exponerse a la gélida intemperie en la noche del 31 de diciembre para tomarse las 12 uvas, prensado como una cualquiera de ellas, estrujado por una multitud inexplicablemente gozosa y encantada de conocerse y apelotonarse, atragantarse y enronquecerse profiriendo brindis y consignas tribales hasta fundirse en una melopea burbujeante de cava semiseco o sidra achampanada.

Todos los años, la crónica local de sucesos, que se publica dos días después, cuando redactores y lectores empiezan a sacudirse la resaca, presenta una surtida y nutrida lista de catástrofes con un denominador común: la intoxicación etílica callejera peatonal o rodada de los celebrantes.

Se supone que un Ayuntamiento razonable incitaría a los ciudadanos a quedarse en su casa, o a celebrar la efeméride en un recinto cerrado, a prescindir del automóvíl a toda costa y a no pisar la calle más que en caso de necesidad, o para tomar el aire y despejarse un poco.

Pero no es así ni en Madrid, ni en Berlín, ni en Pekín, aunque allí el Año Nuevo lo celebran por otras fechas. En todos los confines del orbe informan los medios alentando la competición: los ayuntamientos de las capitales y grandes urbes preparan con minuciosidad, despilfarro y esmero enormes fiestas y fabulosos espectáculos públicos de luz y de color.

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Este año no basta con la tradicional y pueblerina romería de la Puerta del Sol ni con la San Silvestre Vallecana, una carrera pedestre de largo y áspero recorrido que hasta hoy pasaba por ser la forma más sana y económica de celebrar la Nochevieja en Madrid.

Este año hay que tirar la casa por la ventana y procurar que hiera a la menor cantidad de gente posible en su caída. En una ciudad siempre al borde del colapso, convocar a las masas a la fiesta callejera, a la manifestación festiva y al jolgorio gratuito es jugar con fuego. Hacerlo además bajo la amenaza del célebre efecto 2000 adquiere categoría de faquirismo superlativo y riesgo máximo.

Eso tal vez sea lo que hace temblar el pulso de la mano que rige la ciudad cuando su índice marfileño señala sobre el plano de Madrid el lugar elegido para la macrofiesta, para la madre de todas las fiestas o de todos los desastres.

Dejémosle tranquilo en un momento de tan grave responsabilidad para que implore la mediación de sus ángeles custodios, santos patronos, vírgenes propiciatorias y de la deidad suprema y tripartita. Que ellos guíen su dedo e iluminen su mente. Así sea.

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