Tribuna:

Libros

ADOLF BELTRAN

Decía Jorge Luis Borges que imaginaba el paraíso en la forma de una biblioteca. Alguna vez he intentado imaginar también mi país de acuerdo con esa fantasía. Ya sé que un país es mucho más que un montón de textos, pero no es nada sin ellos. En la biblioteca valenciana habría muchos anaqueles, tal vez no tantos como desearíamos, pero sí más de los que amenazaban con legarnos unos cuantos episodios penosos y alguna que otra precariedad histórica. Constantí Llombart sufrió ese vértigo y lo conjuró catalogando la producción autóctona en Los fills de la morta-viva, la larga rel...

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ADOLF BELTRAN

Decía Jorge Luis Borges que imaginaba el paraíso en la forma de una biblioteca. Alguna vez he intentado imaginar también mi país de acuerdo con esa fantasía. Ya sé que un país es mucho más que un montón de textos, pero no es nada sin ellos. En la biblioteca valenciana habría muchos anaqueles, tal vez no tantos como desearíamos, pero sí más de los que amenazaban con legarnos unos cuantos episodios penosos y alguna que otra precariedad histórica. Constantí Llombart sufrió ese vértigo y lo conjuró catalogando la producción autóctona en Los fills de la morta-viva, la larga relación de volúmenes editados en una lengua casi condenada que estableció pacientemente a finales del siglo XIX. Ahora, cuando nos disponemos a cambiar de milenio, el balance es más frondoso. La biblioteca de Sant Miquel dels Reis servirá, supongo, para testimoniarlo en el futuro. En las salas de esa biblioteca habrá lugar para varios cientos de editoriales. Tàndem es una de ellas, uno de los sellos actuales más activos. El pasado sábado otorgó en Castellón la primera convocatoria de su premio literario. Fue una novela histórica, Noverint universi, de Joan Andrés i Sorribes, la que se llevó un galardón bautizado con el nombre de Ulisses. Da que pensar el título del premio, en Homero y el tiempo en que el mito ordenaba el mundo y la vida social, en Joyce y la ambición moderna por contener la polifonía caótica de la existencia. Lúcido y modesto, Motaigne confesó: "Sólo busco en los libros el placer de un honesto pasatiempo si alguna vez estudio, sólo busco la ciencia que trata del conocimiento de uno mismo, para que me enseñe a morir bien y a vivir bien". Tenía razón. Y sin embargo, vistos en su conjunto, los libros son algo enorme, frágil e inconcebible al mismo tiempo. No pueden sustituir a la vida, pero le dan sentido, la condensan. Lo que no queda escrito, se ha perdido. Desde los albores de una nueva era informacional, en los inicios del imperio de lo digital, ¿qué será la cultura?, ¿qué será de la historia dentro de mil años? En vano trato de concebir millones de anaqueles repletos de volúmenes, en todas las lenguas muertas y vivas del planeta.

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