Tribuna:

Escándalo en la Cámara JOAN B. CULLA I CLARÀ

Desde luego, el parlamentarismo moderno no nació de las atildadas charlas de un salón rococó, sino más bien de los broncos duelos verbales de la Revolución francesa, o tal vez de los discursos y los votos regicidas del Long Parliament inglés a mediados del siglo XVII. En todo caso, la lógica de esa institución incluye casi forzosamente la agresividad dialéctica, la tensión entre adversarios, un cierto grado de demagogia y de efectismo, la réplica en caliente, a veces la interrupción. Incluso en estos tiempos de democracia pasteurizada, los parlamentos más vivos del mundo -ninguno de los cuales...

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Desde luego, el parlamentarismo moderno no nació de las atildadas charlas de un salón rococó, sino más bien de los broncos duelos verbales de la Revolución francesa, o tal vez de los discursos y los votos regicidas del Long Parliament inglés a mediados del siglo XVII. En todo caso, la lógica de esa institución incluye casi forzosamente la agresividad dialéctica, la tensión entre adversarios, un cierto grado de demagogia y de efectismo, la réplica en caliente, a veces la interrupción. Incluso en estos tiempos de democracia pasteurizada, los parlamentos más vivos del mundo -ninguno de los cuales, excuso decirlo, nos pilla cerca- se caracterizan por ser ruidosos, agitados y duros para quienes se baten en ellos, pertenezcan al gobierno o a la oposición.También España poseyó en otro tiempo una vida parlamentaria de este tipo, permanente torneo de esgrima dialéctica. Puesto que durante el siglo largo que discurre desde las Cortes de Cádiz hasta la dictadura de Primo de Rivera, el país prácticamente no conoció unos comicios de veras competidos ni un gobierno al que le faltase la mayoría parlamentaria, puesto que el poder tenía ganadas de antemano las votaciones, a las Cortes no se iba a votar, sino a discursear. Sobre todo, los diputados de las oposiciones auténticas (carlistas, republicanos, después nacionalistas catalanes y vascos, mucho más tarde socialistas), para quienes el escaño era un poderoso altavoz y un pedestal de notoriedad y prestigio. Reproducidos íntegramente por la prensa afín, o glosados in extenso por agudos cronistas parlamentarios -una especie hoy extinguida-, sus discursos eran el pan espiritual para miles de simpatizantes y alcanzaban, sin radio ni televisión de por medio, una difusión muy superior a la de sus equivalentes en la actual era de lo audiovisual.

Ese parlamentarismo pugnaz, combativo y brillante, pespunteado de escaramuzas verbales que el Diario de Sesiones reflejaba como "rumores", "rumores y protestas", "grandes protestas", o bien con el delicado eufemismo "varios señores diputados pronuncian palabras que no se perciben", ese talante tuvo su canto de cisne durante la Segunda República y pereció con ella. Luego, las Cortes orgánicas del franquismo fueron a la tradición parlamentaria lo que el bromuro a la actividad sexual, no sólo por el carácter antidemocrático de aquella asamblea de familia, sino también por su funcionamiento plúmbeo y su retórica engolada y vacía. Así, pues, a partir de 1977 hubo que empezar desde cero, sin apenas memoria, cohibidos por el consenso, coartados por el fantasma de la guerra civil y persuadidos de que el necesario fortalecimiento de los partidos pasaba por el sacrificio de las iniciativas individuales a la férrea disciplina de las cúpulas. El resultado de todo ello ha sido, a mi juicio, la consolidación de un estilo parlamentario reglamentista y romo, funcionarial y aburrido, cuyas sesiones los periódicos despachan en apenas unas líneas y las radio-televisiones públicas retransmiten por obligación sólo en ocasiones señaladas, temiendo ahuyentar a la audiencia.

Por añadidura, el día que dicho parlamento modoso y bon enfant decide ponerse estupendo, le ocurre lo que a las personas en semejante tesitura: que la falta de costumbre las empuja hacia el ridículo. Tal sucedió el miércoles de la semana pasada durante la sesión de control al Ejecutivo: en un clima de fin de legislatura y con los dos grandes grupos del hemiciclo mirando ya a la próxima campaña electoral, un diputado de la oposición se pasó la tarde apelando al ministro Piqué por el nombre de un sabroso embutido ibérico, otra diputada socialista halló una forma supuestamente erudita de calificar de cochino al presidente del Gobierno, éste y el portavoz del PSOE se tildaron mutuamente de embusteros y, por fin, perdidos ya los nervios, el ministro-portavoz atribuyó a la madre del diputado que le acosaba un oficio viejísimo, pero que no goza de gran consideración social. ¿Un escándalo? Sí, pero no tanto porque sus señorías se insultasen como por el bajo nivel de los insultos proferidos. Francamente, de los padres y las madres de la patria cabe esperar y sería exigible algo más de ingenio e imaginación a la hora de descalificar a los advesarios políticos. Si les faltasen ideas, la lectura de la colección completa de los Diarios de Sesiones desde 1810 puede proporcionárselas en abundancia.

Pero la edificante sesión del pasado día 1 tuvo un estrambote inesperado al día siguiente, cuando el portavoz de la Conferencia Episcopal Española, el obispo Juan José Asenjo, aprovechó una comparecencia en rueda de prensa para amonestar a los políticos por el intercambio de improperios de la jornada anterior y advertirles que tales conductas "escandalizan al pueblo sencillo", además de desacreditar la cosa pública. Ante la fulgurante intervención del brazo eclesiástico, me he quedado en la duda de qué admirar más: si el tufo rancio y paternalista de la expresión "pueblo sencillo" o el impudor con que los monseñores sermonean a la clase política justo cuando gran parte de ésta y de la opinión pública esperaban del órgano rector de la Iglesia en España una asunción autocrítica de su papel en el desarrollo de la guerra civil y en la instauración y legitimación de la dictadura de Franco. Pues bien, en lugar de eso los prelados se salen por la tangente autoexculpatoria de que "no quieren señalar culpas" y, encima, aplican el principio según el cual la mejor defensa es un buen ataque. Menudo morro.

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