Tribuna:

Otra vez al camino

Conocí Andalucía a sobresaltos. Era un mozo hecho de zozobras y de imprecisiones, pero que venía a aquellas tierras y su corazón se atemorizaba: tan grandes certidumbres y tan seguros paisajes. Tanto temblor en las palabras y tan inciertos los sonidos. Tantos hombres asentados y tanto vibrar mis contemplaciones. Andalucía, allá abajo para el mozo que venía del valle del Ebro... Era un viaje de inseguros destinos. Así empezó a vivir mi Andalucía: entre soldados y buhoneros, entre temores y soledades.Acababa de cumplir veinticinco años: iba con mi bagaje aprendido, o, mejor, por aprender: las ha...

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Conocí Andalucía a sobresaltos. Era un mozo hecho de zozobras y de imprecisiones, pero que venía a aquellas tierras y su corazón se atemorizaba: tan grandes certidumbres y tan seguros paisajes. Tanto temblor en las palabras y tan inciertos los sonidos. Tantos hombres asentados y tanto vibrar mis contemplaciones. Andalucía, allá abajo para el mozo que venía del valle del Ebro... Era un viaje de inseguros destinos. Así empezó a vivir mi Andalucía: entre soldados y buhoneros, entre temores y soledades.Acababa de cumplir veinticinco años: iba con mi bagaje aprendido, o, mejor, por aprender: las hablas pirenaicas y un vocabulario de Lucas Fernández. Pronto supe que aquello no iba a servirme de gran cosa. Mejor aún, yo no iba a servir para mucho. No sé si sabía el proverbio indio de que hay que darse a la vida como el mar a las arenas. Sin embargo, así fue. Iba en un departamento del tren que llevaba a Granada: eran mis compañeros un militar, una señora gorda y resoplante, un extranjero con ictus temblorosos, un inspector de primera enseñanza, y ¿quién más? En el asiento quedó la marca de una noche infinita. Me acerqué a la ventanilla: Iznalloz, Deifontes, Calicasas. La Alhambra cobraba cuerpo y aquel catedrático sin estrenar era un enorme garabato de dudas. ¿Granada? Entre mis manos una pella de carne que se empeñaba en crecer y pensar que ella sería mi caminar día a día, durante años y decenios, por aquellas tierras que se me abrían y que yo, pobre de mí, ignoraba.

Como el mar a las arenas, gracias a Dios no había ni libros, ni herencia. Empezar tan por el principio como la vida de aquel joven profesor. Pisar las tierras de Andalucía como no lo había hecho nadie. Hasta que un día, el ángel de la dialectología me tomó de la mano y me dijo: "Siéntate a descansar un poco". Y me di cuenta de que el ángel tenía razón: desde Pulpí hasta La Puebla de Guzmán, desde Aldeaquemada hasta Benahavís en mis pies se habían ido incrustando pequeñitos granos de arena y mis ojos se habían llenado con el temblor de otros ojos, amigos míos ya. Sí, habían pasado (¿es posible?) diez años de irme enraizando y otros doce de aposentar mis zozobras. Más de veinte años para Andalucía. Entonces sentí las alas de mi ángel andaluz y me senté a descansar.

Ahora podría volver a la vieja película que ya tenía voces y que las fotografías serían tan bonitas, ¿en tecnicolor se dice? Y acaso yo sintiera que la vida es dulce y el recuerdo apacible. Porque Andalucía fue generosísima conmigo y ha hecho que mi corazón sea trémulo y sosegado. Yo estaba tranquilo. ¿Tranquilo? Andalucía eran mis siete hijos y mis libros y mis cuadros y mis reposos sosegados. ¿Tengo derecho? No, el dialectólogo no tiene derecho. Sus arreos son las armas, etcétera. Y mis amigos de Sevilla me llaman: mañana queremos un artículo suyo. Pero si no he contestado, si no sé de qué escribir. Sí, siempre he sido una calamidad, y no he sabido negarme. Estas líneas son el comienzo de una nueva singladura por mis tierras de Andalucía, el nuevo caminar entre mis viejos amigos andaluces. ¿Más de cincuenta años?

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