Tribuna:

Palabras en el "súper" ANTONI PUIGVERD

Cada momento tiene su diccionario de bolsillo. En tiempos de Franco, las grandes palabras (libertad, democracia, justicia, revolución, fraternidad) estaban bajo las botas de los cafres y eran, por lo tanto, algo más que palabras: un mundo completo. Reivindicábamos la libertad y estábamos hablando a la vez de sexo y de política, de escuela, familia, legislación, intimidad. Las grandes palabras no designaban algo que pudiera encarnarse en la realidad social, las teníamos siempre en la boca porque sublimaban necesidades y ensoñaciones. Ahora, en cambio, las grandes palabras han desaparecido del v...

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Cada momento tiene su diccionario de bolsillo. En tiempos de Franco, las grandes palabras (libertad, democracia, justicia, revolución, fraternidad) estaban bajo las botas de los cafres y eran, por lo tanto, algo más que palabras: un mundo completo. Reivindicábamos la libertad y estábamos hablando a la vez de sexo y de política, de escuela, familia, legislación, intimidad. Las grandes palabras no designaban algo que pudiera encarnarse en la realidad social, las teníamos siempre en la boca porque sublimaban necesidades y ensoñaciones. Ahora, en cambio, las grandes palabras han desaparecido del vocabulario. Un pudor nos impide entonar cantos a la libertad o apelar a la justicia con los ojos en blanco. Las grandes palabras han perdido la virginidad. Quienes las usan, inseguros, las matizan; o procuran delimitar alguno de sus significados parciales. La realidad ha violado las grandes palabras. Les ha abierto las tripas: es tan fácil decir "libertad" o "justicia" y es tan difícil construirlas que ya sólo se atreven a reivindicarlas en bruto los muy simples o los muy cínicos.Las grandes palabras han perdido el sentido religioso con que fueron usadas años atrás. Nuestro diccionario de bolsillo está ahora lleno de palabritas que se aplican como un barniz: no tienen color propio. Combinan con todo y nada aportan: virtual, emblemático, paradigmático, europeo, globalización, modernidad, innovación, competitividad son las más habituales. Sirven indistintamente para un barrido y un fregado. Algunas son hijas de la última moda: virtual por ejemplo. Todo es virtual (y, de alguna manera, es cierto: nada es lo que parece y, por otra parte, cualquier apariencia, cualquier disfraz tiene posibilidades de ser tomado por algo auténtico). Todo es también emblemático hoy en día: lo que antes era un simple ejemplo ahora es un emblema, lo que antes tenía función representativa ahora obtiene el simbolismo máximo de la bandera. Es obvio concluir que las banderas y los emblemas no son ya lo que eran. Si las grandes palabras han perdido peso, las palabras vacías protagonizan el inagotable festival de la verborrea contemporánea. Las liquidaciones ideológicas de este final de siglo nos han situado en un terreno en el que predominan las nieblas. Los perfiles son borrosos, difícilmente visibles. Uno ya no confia en sus propios ojos. Pero la niebla se confunde con el humo: ejércitos de charlatanes lo ocupan todo entrando por las ventanas del televisor. No es casualidad que la antigua palabra carisma sea, en este neblinoso presente, una noción política fundamental.

Aunque el gran Corominas lo niega, los filólogos agrupan generalmente el término carisma (del griego kharisma) con las voces derivadas del latín carus (querido): caricia, carestía, caridad y, naturalmente, caro (es decir, que inspira un gran afecto y tiene, por consiguiente, un gran valor). Desviémonos de estas sugestivas asociaciones y centrémonos en la noción cristiana de carisma. Para los primeros cristianos, el carisma era una "gracia", un "don especial" que Dios concedía a algun miembro de la comunidad. A través de este personaje, Dios se expresaba de manera singular y sugestiva. El carismático, que podía ser un tipo sin cargo eclesiástico alguno, no era un profeta a la antigua, pero era un hombre con una extraordinaria capacidad de influencia sobre la comunidad. Sin embargo, ya en los primeros tiempos, en la época en que san Pablo escribía sus célebres cartas, el carisma producía efectos contradictorios: ¿dónde se expresaba la gracia de Dios y dónde la de los hombres? ¿Dónde el afán de protagonismo y dónde la locura?

La Iglesia, que es una de las instituciones humanas más antiguas y, por lo tanto, incuestionablemente sabia, no se fundamentó sobre el intangible carisma, sino sobre una piedra: el lastre de la piedra ha frenado siempre en la Iglesia el vuelo del carisma. Los personajes carismáticos fueron desviados a los altares (el mismo Cristo), al santoral (Pablo), a la fundación de sucursales (Francisco de Asís) o, con la etiqueta de herejes (véase el moderno caso del brasileño Boff), directamente a la hoguera. Para mandar, en cambio, han sido elegidos personajes que honraban la piedra original. Parecería que el actual Papa ha fusionado ambos modelos. Ha sido un férreo gobernador pero también un encantador de multitudes. Y, sin embargo, este Papa ha sido quien mejor ha practicado la nueva noción de carisma. Juan Pablo II ha sabido exprimir como nadie el descubrimiento de J. F. Kennedy. Ningún otro político mundial ha entendido como el Papa que el carisma (igual que el mensaje) está en los medios: fundamentalmente en el televisor.

Basta con tener una mínima singularidad y el televisor la convertirá en sorprendente virtud, en penetrante imagen, en sucedáneo del antiguo carisma. La televisión tiene una infinita capacidad de multiplicar los efectos sugestivos de cualquier personaje. Gracias a ella podemos decir que el peculiar Buenafuente, el grotesco Rappel, el pequeño Galíndez o cualquiera de estos extravagantes personajes que nos visitan a diario es carismático.

La metáfora que mejor se adapta al estado actual de las ideas y las creencias es la de un inmenso centro comercial. Repletas las inacabables estanterías de ofertas de todo tipo, no es la bondad o la virtud del producto lo que vende, sino su capacidad de individualizarse y de maravillar. El público se sabe huérfano de utopías, pero está deseando creer, al menos durante un rato, a cualquier mago dispuesto a ofrecerle algún tipo de seguridad sentimental (colectiva: club, secta, iglesia, partido, nación). Esto es ahora el carisma: infundir una cierta seguridad sentimental. Si un mago de éstos persiste en sus juegos frente a la cámara es difícil que pierda su clientela. No la ha perdido Pujol, a pesar de la reconocida capacidad ilusionista de Maragall. Tiene que pasar algo muy gordo. Incluso en este supuesto: Felipe todavía conserva millones de devotos. De más incierta valoración es el caso de aquellos grandes partidos (empresas especializadas en seguridad sentimental) que ofrecen su producto con un jefe tan incoloro como el barniz de su ideología. Es como vender un vino sin bouquet y sin alcohol: Almunia, Aznar.

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