Tribuna:

Linces

J. M. CABALLERO BONALD

Me he pasado media vida recorriendo los treinta y dos rumbos de Doñana y nunca alcancé a ver un lince. Alguna vez me pareció oír su maúllo, pero debió de ser el eco del deseo de oírlo. Quizá sea una deficiencia que se corresponde muy bien con mi particular mitología del Coto: al lince no le debe interesar en absoluto cruzarse con el género humano. Además, se trata de un animal totémico de ocultos y cabalísticos poderes y tengo la impresión de que más de una vez, sin yo saberlo, su mirada ha atravesado las paredes vegetales para averiguar qué andaba haciendo yo por...

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J. M. CABALLERO BONALD

Me he pasado media vida recorriendo los treinta y dos rumbos de Doñana y nunca alcancé a ver un lince. Alguna vez me pareció oír su maúllo, pero debió de ser el eco del deseo de oírlo. Quizá sea una deficiencia que se corresponde muy bien con mi particular mitología del Coto: al lince no le debe interesar en absoluto cruzarse con el género humano. Además, se trata de un animal totémico de ocultos y cabalísticos poderes y tengo la impresión de que más de una vez, sin yo saberlo, su mirada ha atravesado las paredes vegetales para averiguar qué andaba haciendo yo por allí. Seguro que prefirió ignorarme.

Por eso me parece más asombroso el libro que acaba de aparecer en torno a la biografía del lince, con imágenes de veras espectaculares. Que un fotógrafo como Antonio Sabater, provisto de sus cámaras, sus pericias, sus paciencias, se haya apostado durante cientos de jornadas de trabajo en los acudideros presuntos del lince para retratar su vida me parece desde luego una proeza adecuadamente excepcional. Nunca se había visto tan bello felino en situaciones y escenarios como los registrados por Sabater. Los textos que acompañan a las fotografías, debidos a Miguel Delibes y Francisco Palomares -investigadores de la Estación Biológica de Doñana-, vienen a completar esas extraordinarias pesquisas sobre el comportamiento del lince en su medio natural: cazando, holgando, vigilando el mundo.

Parece ser que este lince ibérico es la especie más amenazada de Europa, pero tan alarmante evidencia no parece justificar que sólo unos pocos elegidos hayan logrado sorprenderlo en su propio territorio. Se trata sin duda de un habilísimo cazador furtivo, de un guardián inflexible de sus dominios forestales y, por supuesto, de un carnívoro esquivo, huraño, altanero. Detesta a los intrusos. ¿Qué hay que hacer entonces para admirar en libertad a esa prenda de la zoología? Como tal representación alegórica de una fauna que se ha propagado desde el fondo de las leyendas antiguas hasta estos terminales del milenio, el lince es también como el símbolo de una naturaleza de cuya supervivencia depende la supervivencia de nuestra propia civilización. Con la extinción del lince, se extinguiría en cierto modo un buen tramo de ese benéfico componente ecológico de la cultura occidental.

Cada vez que me encuentro con Miguel Delibes -uno de los biólogos que más saben del lince en el mundo-, siempre le pregunto por los últimos lances habidos en Doñana. Sus puntos de vista en este sentido tienen para mí mucho de lecciones donde la ciencia y la sensibilidad se han fusionado de modo admirable. Le pediré que me dé más noticias sobre las amenazas que acosan al lince, ahora que la Consejería de Medio Ambiente acaba de publicar estas maravillosas fotografías de Antonio Sabater. Tengo entendido que en Doñana y su entorno -alrededor de 3.000 kilómetros cuadrados- sólo viven ahora unos 50 linces, con lo que a cada uno de ellos le corresponden teóricamente como 60 kilómetros cuadrados. Mucha tierra para tan exigua población de felinos. No hace falta ser ningún lince para entenderlo.

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