Tribuna:

HORAS GANADAS Patria modesta RAFAEL ARGULLOL

En 1940, año de la muerte de Paul Klee, Europa se parecía a los cuadros sobre la guerra de Otto Dix y se adentraba precipitadamente en el mundo mineralizado y cada vez más desnudo de un Max Ernst que acabaría denominando Siglo XX a uno de sus paisajes descarnados: apenas un sol sin fuerza y un segmento de estepa fosilizada. Tres años antes de morir, en 1937, Klee había tenido el terrible honor -glorioso, ahora- de comprobar que 17 de sus obras eran expuestas en la célebre exposición de Arte degenerado, en Múnich, tras ser confiscados más de un centenar de sus cuadros.Lo cierto es que la aversi...

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En 1940, año de la muerte de Paul Klee, Europa se parecía a los cuadros sobre la guerra de Otto Dix y se adentraba precipitadamente en el mundo mineralizado y cada vez más desnudo de un Max Ernst que acabaría denominando Siglo XX a uno de sus paisajes descarnados: apenas un sol sin fuerza y un segmento de estepa fosilizada. Tres años antes de morir, en 1937, Klee había tenido el terrible honor -glorioso, ahora- de comprobar que 17 de sus obras eran expuestas en la célebre exposición de Arte degenerado, en Múnich, tras ser confiscados más de un centenar de sus cuadros.Lo cierto es que la aversión entre el poder totalitario y Paul Klee era mutua, implacable y, sobre todo, lógica. Hace un tiempo comenté en las páginas de este mismo periódico cómo en una exposición sobre Arte y poder (Centro de Cultura Contemporánea, Barcelona, 1996) destacaba la extraña resistencia de un pequeño cuadro de Klee, El ángel vigilante, ante la avasalladora presencia de las esculturas y arquitecturas del totalitarismo. Aquella presencia sutil, suspendida entre grandes volúmenes, mantenía su particular duelo con las compactas presencias de la muerte y, de alguna manera, las vencía en nuestros ojos de espectadores.

Si los nazis lo persiguieron tempranamente, también Klee denunció muy pronto la nueva barbarie y en 1933, tras la primera quema pública de libros en la plaza de la Ópera de Berlín, pintó en un cuadro memorable, La máscara del miedo, el horror que se estaba apoderando de los corazones. Para un artista de sus características, que aunaba la práctica con la teoría y la enseñanza, la pérdida del clima de libertad resultaba insostenible. Tampoco su peculiar ironía, tan aparentemente ingenua como demoledora, podía conciliarse con las exigencias de la censura.

Sin embargo, hay un factor más profundo en la rebeldía de Paul Klee: su actitud civil está tan enraizada en su concepción estética que apenas podemos diferenciar una de la otra. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, en Klee el antitotalitarismo ético se adivina en su forma e incluso en su sentido de la composición. Quizá sea esa coherencia interior -no, desde luego, única pero sí muy difícil de establecer entre los artistas modernos- la que explica el permanente magnetismo de las pinturas de Paul Klee y los ritos de admiración que sus cuadros, casi siempre de pequeño formato, suscitan en públicos sorprendidos por aquella atracción.

La pintura de Paul Klee habla de figuras y ciudades, pero su peso es musical: una música refinada, leve, cercana al silencio. Frente a la grandilocuencia, el susurro; frente al convulso magma de formas, el trazo que escapa hacia la transparencia; frente a la marmórea pesadez que todo lo engulle, el cristalino manantial que brota en el intersticio de las cosas. Frente al Absoluto, el matiz en el que habita la vida: por ello Paul Klee es el pintor antitotalitario por excelencia.

En la exposición que actualmente se realiza en la Fundación Miró, Tres visiones del paisaje, y en la que el pintor suizo comparte espacio con Tanguy y el propio Miró, hay un cuadro de Klee que es una declaración. Se trata de Patria modesta, pintado en 1928. Un cuadro, como todos los demás de tamaño pequeño, que parece flotar en una pura levedad desde la cual se nos rescata, como si fuera posible dejar atrás la espesa atmósfera en la que vivimos: patria modesta, ligera y primigenia, que nos libera de tantas patrias a las que somos sometidos desde la cuna.

A diferencia de tales patrias, que nos encierran en grandiosas cárceles de cartón piedra, la humilde patria de Klee nos libera secretamente hacia universos sucesivos, como el mismo artista se encarga de indicar en múltiples textos o como irónicamente ilustra en el lienzo de 1937. Fuerzas pesadas o ligeras, la existencia despliega a través de un inacabable proceso de metamorfosis: el acróbata, el mago, aunque asimismo el pastor con sus rebaños, guían el desarrollo de la representación y, al fondo del escenario, con el rigor del geómetra pero también con la fantasía todavía no domada del niño, aparecen, frágiles y exactos, la ciudad volante, el templo tembloroso, el acuario onírico, las plantas de un jardín sin verjas. Una patria modesta que se alimenta de los detalles de la vida.

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Este arte esencialmente antitotalitario, fruto de la contingencia, ha sobrevivido al arte totalitario, concebido para la eternidad. Es curioso que al contemplar esta última centuria, tan llena de gritos estridentes y melodías estentóreas, lo que prevalezca sea la música casi silenciosa de pintores como Paul Klee. Curioso y reconfortante pues, como escribió el poeta Roberto Juarroz: "Celebrar el silencio, ¿hay otra manera de celebrar la palabra?".

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