Reportaje:

De la posada de la Cuerda al hostal Alonso

Las pensiones pierden mucho del aire familiar y son, cada vez más, lugares de paso y de una sola noche

Dicen, pero vaya usted a saber, que en la mayoría de los casos estas cosas son vagas leyendas y rumores. Dicen, digo, que en la calle de Atocha había una pensión o una posada que tenía el nombre de Posada de la Cuerda. Dicen, pero vaya usted a saber, que allí alquilaban sillas para pasar la noche. Y dicen que debía su nombre a la cuerda, a la maroma, que de un extremo a otro de la habitación se tendía delante justo de las sillas, con el fin de que los hospedados pudieran apoyar en la cuerda o maroma los brazos sobre los cuales dejaban caer la cabeza.Vaya usted a saber, porque en estas cosas ha...

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Dicen, pero vaya usted a saber, que en la mayoría de los casos estas cosas son vagas leyendas y rumores. Dicen, digo, que en la calle de Atocha había una pensión o una posada que tenía el nombre de Posada de la Cuerda. Dicen, pero vaya usted a saber, que allí alquilaban sillas para pasar la noche. Y dicen que debía su nombre a la cuerda, a la maroma, que de un extremo a otro de la habitación se tendía delante justo de las sillas, con el fin de que los hospedados pudieran apoyar en la cuerda o maroma los brazos sobre los cuales dejaban caer la cabeza.Vaya usted a saber, porque en estas cosas hay mucho de leyenda. Además, que fue hace mucho tiempo, ya digo. A lo mejor, cuando Hispánico publicó su Guía-Manual del forastero en Madrid, en 1902, o por ahí. Y ya advertía que había hoteles, fondas, casas de huéspedes y casas de dormir, establecimientos estos últimos que no recomendaba y en los que el viajero "deberá tomar todo género de precauciones". De 30 céntimos a una peseta costaba la cama.

Ahora ya no. Ahora ya no hay ni pensiones. Ahora son hostales. Al menos, en su denominación. Cosas administrativas que en ocasiones, como ahora, colocan obligatoriamente un apelativo que tiene como un aire a hotel suizo. Aséptico y frío. Ni comparación con pensión, una palabra con olor a repollo y tranquilidad de tarde de lluvia.

Ahora, Jesús Oterino, natural de Robledo de Sanabria, hijo de hospederos, hospedero él -hostal Alonso, en la calle de Espoz y Mina-, muestra su pensión, sus habitaciones limpias y ventiladas, los cuartos de baño comunes...

-Me gusta ir mejorando las habitaciones. ¿Ve? En muchas he puesto ya duchas.

Son su orgullo, porque él recuerda todavía cuando en las pensiones la ducha se pagaba aparte. El hostal Alonso tiene casi mil metros. Veintitrés habitaciones y 16 balcones a la calle.

-Es grande esto, ¿eh?

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-Como que alguna vez he tenido que ir a orientar a algún huésped que, perdido en los pasillos, no encontraba la salida.

Oterino cogió la pensión en traspaso a Julia Alonso -¿hay que decir de dónde le viene el nombre al establecimiento?- hace ya 25 años. Entonces la habitación costaba 90 pesetas. Sus padres siempre tuvieron pensión, en Atocha y en la calle del Pez, la pensión Salomé. Se daban entonces comidas. Y la gente se reunía en torno a la mesa familiar y comían todos lo mismo, dueños y pupilos. Cocido o lentejas o judías y la naranja de postre.

-Eso ya se ha acabado. Ahora costaría una fortuna dar servicio de comidas. Sale mejor bajar al bar de enfrente y pedir el menú del día.

La pensión Salomé era así. En ella estuvo un chico que se llamaba Carlos, que era de Tafalla y que, para ahorrar, por la noche, lavaba sus camisas en el lavabo. Ese chico, bajito y aplicado, llegaría un día a ser el poderoso ministro de Economía Carlos Solchaga Catalán. Qué cosas.

-Muy buen chico, ya le digo.

Así que las pensiones han evolucionado y ya no son lo que eran, aunque, según Jesús Oterino, todavía conservan, a diferencia de los hoteles, un trato cálido y familiar. Sin llegar -también es verdad- a lo que el pintor Jerónimo Salinero cuenta de cuando mocito y estaba alojado en una pensión de la la calle de la Manzana. Un día llegó con fiebre, y la buena patrona, ya una anciana, le acostó bajo una pila de mantas, y para darle calor durmió con él esa noche ante el asombro y el sonrojo del muchacho.

Salinero puede contar historias de pensiones. Que él bien que vivió una época que hoy recuerda hasta con una cierta ternura. Como la pensión del pasaje de la Alhambra, en la que si uno se retrasaba un poco, podía encontrarse la cama ocupada.

-Llegabas tarde, y no es que no te abrieran, es que entrabas en tu habitación y te encontrabas a un tío durmiendo o a una puta con su faena. Qué cosas.

Todavía quedan esas pensiones. Pero, como dice Jesús Oterino, más que pensiones son cuchitriles, "camas para un rato". O para dar cobijo a inmigrantes con dudosos papeles. Van cayendo poco a poco. En la calle de Toledo han cerrado dos viejas pensiones.

-Ya no existen. Las han cerrado hace poco, ¿ve? Por eso han quitado hasta los letreros.

-¿Y por qué las cerraron?

-Había muchos conflictos con los magrebíes. Oiga, ¿y para qué es esto? No irá a poner mi nombre, ¿eh?

-No se preocupe, hombre.

Dice Jesús Oterino que lo de "viajeros y estables" ha desaparecido prácticamente, aunque todavía pueda verse el cartel en alguno de los hostales. El Alonso tiene todavía huéspedes que casi son de la familia, como Dori, que lleva 13 años en la casa. Otros tuvieron su casa en la pensión hasta su muerte.

Pero ya no. Las pensiones son ahora lugares de paso.

-¿Y a que no sabe usted quién se ha hecho fotos aquí?

-Pues, la verdad es que no.

-La Sofía Mazagatos y la Mar Flores.

-¿Y eso?

-Es que había aquí hospedado un fotógrafo, ¿sabe?

-Ah...

-Y además rodaron una película: La patria del Rata. Trabajaba María Isbert. Trataba de una pensión, claro. Esta pensión aparece en la Guía del trotamundos.

-Vaya.

Los huéspedes son, en buena medida, extranjeros. O estudiantes. No como antes, que los mejores clientes eran gentes que venían incluso de pueblos cercanos a Madrid para ir al médico o a comprar ropa para la boda o el entierro. La falta de comunicaciones les obligaba a pernoctar en las posadas -hoy ya convertidas en apartamentos la mayoría de ellas- y en las pensiones de confianza.

De mañanita, la gente pagaba la cama y se echaba a la calle para ir a sus asuntos. Era una época en la que en las tiendas del centro se ponían los empleados con el metro de tela en torno al cuello y animaban a la gente a probarse un traje, a comprar un pantalón de pana.

El dependiente, cuando por fin convencía a alguien, le probaba la chaqueta, y si estaba ancha, con cuidado le cogía un puñado de la espalda y tiraba hacia atrás hasta que el terno se ajustaba al cuerpo del cliente.

-Como un guante. Abróchese, abróchese. Como un guante.

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