Reportaje:CRIVILLÉ, A POR EL MUNDIAL

Olor a gasolina

La comarca de Osona, cuya enorme afición al motor encarna la familia Crivillé, vibra por un título que está al alcance de Álex

El día invita a aguardar la noche. El paso de la mañana a la tarde se aventura hoy imperceptible en la Plana de Vic. La niebla gobierna la jornada para desespero de quien, llegado por la N-152, está de paso, atrapado, sorprendido ante la normalidad que presiente a su alrededor. Hay una prueba irrefutable para saber en qué momento uno se ha acostumbrado a la niebla: cuando se es capaz de seguir el trazado de la carretera por el olor a gasolina.La comarca de Osona huele a gasolina. Quien no tiene una moto cuenta con un taller, y quien no, ha habilitado un cuarto para sus experimentos con motor, ...

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El día invita a aguardar la noche. El paso de la mañana a la tarde se aventura hoy imperceptible en la Plana de Vic. La niebla gobierna la jornada para desespero de quien, llegado por la N-152, está de paso, atrapado, sorprendido ante la normalidad que presiente a su alrededor. Hay una prueba irrefutable para saber en qué momento uno se ha acostumbrado a la niebla: cuando se es capaz de seguir el trazado de la carretera por el olor a gasolina.La comarca de Osona huele a gasolina. Quien no tiene una moto cuenta con un taller, y quien no, ha habilitado un cuarto para sus experimentos con motor, y si no, matan la jornada renegando de los que "queman gasolina" o, como dicen los chicos del lugar, se pasan el día intentando que la moto "peti bé" (suene bien). Las madres cuentan que sus hijos nacen pidiéndole una moto a papá. Los niños comienzan a abrirse paso por Bellmunt, el Matagalls, el Montseny o las Guilleries, para después, atacar el asfalto, ir de pueblo en pueblo cada día más deprisa, hasta acabar sometiéndose a la competición sin premio, paso previo a la llegada a los circuitos de Calafat o Montmeló. Las pruebas de motor tienen gran tradición en la comarca, plagada de pilotos anónimos y de profesionales del peso de Arcarons, Roma y Gallach, poderosos en las pruebas de resistencia y habilidad con la moto, o Zanini, Mia Bardolet y Bassas, gente muy laureada en los rallies, conductores formados en el Rally de Osona, en el 2000 Viratges, en la Pujada a la Trona, o bajando y subiendo Coll Formic, punto de encuentro de las generaciones Crivillé que más que sangre llevan gasolina en las venas.

El abuelo Crivillé bajaba Coll Formic con los pies en el manillar de la bicicleta y leyendo el periódico. Y papá Crivillé, Papitu -recuerda su mujer, Isabel-, por lo menos rompió tres coches y tres motos en aquellos 10 kilómetros que separan Seva -el pueblo de 2.500 habitantes donde nació Àlex hace 29 años- de Coll Formic, camino de Palautordera, en las faldas del Montseny, punto de reunión en su día de las brujas de la comarca, lugar propicio para las emboscadas carlistas y hoy terreno abonado para el ir y venir de motos y coches que combaten el silencio de unos alrededores presididos por un campo de golf, urbanizaciones, casa de descanso de figuras como Johan Cruyff.

De pequeño, Papitu se ponía una libreta debajo del asiento del coche para llegar al volante y lanzarse por las faldas del Montseny. La familia entera ha aprendido a conducir plegándose en las curvas de Coll Formic. Hubo un tiempo en que el cobertizo de los Crivillé era un museo del motor, un taller presidido por un H1PP fabricado en Detroit. En cuanto acababa la jornada laboral como constructor, pues la paleta de albañil se heredaba al mismo tiempo que la moto, Papitu igual manoseaba un carburador que un pistón, convencido de que la tradición continuaría con Antonio o José, tan buen piloto como albañil.

Y en eso que, justo dos meses antes de ser abuelos, Isabel y Papitu fueron padres por quinta vez. Dice su madre que Àlex llegó como caído del cielo, y papá rejuveneció de golpe. Quería que su hijo llegara a ser arquitecto, o delineante por lo menos, para así fortalecer el negocio familiar, pero estaba también convencido de que sería el mejor piloto de la familia.

Àlex no tenía ni tenía cinco años cuando papá le compró la moto de trial (una Cota 25); no había cumplido los 14 y ya montaba una Bultaco que su tío Blai le había regalado como premio por haber conseguido arrancarla (prefería el taller al aula, la formación profesional a los estudios universitarios); no tuvo reparos en falsificar la firma de la familia para poder competir en el Criterium Sólo Moto; a los 17 debutó en el Mundial con una Derbi 80cc que llegó segunda a la meta; con 19 se convirtió en el piloto más joven que ganaba un gran premio, y con sólo 22 carreras a cuestas se proclamó campeón del mundo de 125cc.

Àlex nació para correr. Igual de bien lleva una moto de trial, de velocidad o de agua, que un Golf o un Ferrari, o se interesa por la conducción de un avión. Igual de tímido, humilde y discreto, cómodo con unos tejanos, receloso de la gran ciudad, contento de seguir viviendo en casa de los padres y de salir con Ana, hija de Ramon Nogué, el que fue uno de los mejores jugadores de hockey patines del mundo.

Nunca perdió su condición de chico de pueblo, y de ahí que todavía hoy le llamen el noi de Seva. Hace vida en Seva. Justamente en el lugar donde es más conocido se siente más anónimo. Àlex sueña con ser campeón del mundo de 500cc el próximo domingo en Brasil porque sabe que todos sus amigos se sentirán también campeones y porque a buen seguro se lo prometió a Papitu, su padre, cuando el año pasado se le murió de un cáncer de pulmón mientras le estrechaba la mano. Mamá Isabel está convencida de que Papitu aguardó a la llegada de su estimado hijo Àlex para irse al otro mundo al tiempo que aseguraba que no despertaría hasta que tío Blai, fiel a su costumbre, hiciera sonar no uno, dos o tres petardos en el campanario de Seva -según la clasificación de Àlex en cada prueba-, sino una traca anunciando desde Coll Formic el reinado del pequeño de la dinastía de los Crivillé.

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