Tribuna:

Vocaciones

JOSÉ LUIS FERRIS

Tuve un arrebato de nostalgia al cruzarme con don Pablo después de muchos años. No me vio y se perdió calle abajo con el mentón clavado en la corbata, escrutando, como una vieja costumbre, la punta roma de sus zapatos o las baldosas de la acera. Don Pablo Iruña fue mi profesor de física allá en la adolescencia y se ganó a pulso el sobrenombre de El loco. Hizo sobrados méritos para que le apodaran así a los pocos días de comenzar el curso. Después se encargó de ratificarlo con sus desvaríos, con aquel profundo ensimismamiento que le protegía de nuestro vocerío, de los ge...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

JOSÉ LUIS FERRIS

Tuve un arrebato de nostalgia al cruzarme con don Pablo después de muchos años. No me vio y se perdió calle abajo con el mentón clavado en la corbata, escrutando, como una vieja costumbre, la punta roma de sus zapatos o las baldosas de la acera. Don Pablo Iruña fue mi profesor de física allá en la adolescencia y se ganó a pulso el sobrenombre de El loco. Hizo sobrados méritos para que le apodaran así a los pocos días de comenzar el curso. Después se encargó de ratificarlo con sus desvaríos, con aquel profundo ensimismamiento que le protegía de nuestro vocerío, de los gestos obscenos que algún voluntario dibujaba a su espalda mientras él se explayaba a solas en el territorio oscuro del encerado con fórmulas imposibles que acababa resolviendo como un juego de naipes. Jamás se volvía hacia nosotros ni osaba perturbar nuestro mundo. Simplemente dejaba la tiza junto a la pizarra y se marchaba con su cartera empleando el mismo sigilo que al entrar. Alguien descubrió después que el loco de don Pablo Iruña era un científico sembradito de frustraciones o, dicho de otro modo, disponía de un coeficiente intelectual que se salía de los gráficos y la Ciencia lo ignoraba. Acabamos mirándolo con cierta devoción, como guardando su secreto, y nos hicimos cómplices de toda su melancolía. Pero lo cierto es que don Pablo Iruña era, sencillamente, un profesor sin vocación.

Con los años he podido contabilizar decenas de casos parecidos. Los docentes, sin pretender mancharlos de descrédito, son en su mayoría seres con el destino cambiado. Pocos, muy pocos, se aventuraron en el intrincado mundo de la enseñanza obedeciendo a la llamada seductora de la vocación. Pocos, muy pocos, actuaron con el convencimiento de que amor y pedagogía podía ser una estupenda falacia. El resto, como los amores lentos, trató de convencerse de que el roce llevaría al cariño y a una vocación sobrada para justificar cuatro horas seguidas machacando a Kant, explicando logaritmos, declinaciones, figuras retóricas o periodos absolutistas de la historia. La vocación de don Pablo era esquiva y aún parece buscarla, con toda la melancolía, entre la punta roma de sus zapatos.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En