Tribuna:

Persecuciones

PEDRO UGARTE Para quienes no se hacen una idea exacta de las formas de discriminación que padecen ciertas personas en nuestra sociedad, nada como buscar referentes parecidos en conductas anecdóticas, pero que representan así mismo cierta disidencia en relación con lo que se considera la norma. Un amigo que ejerce la crítica literaria me hablaba hace poco de la modesta salvación social que le proporciona su actividad. Mi amigo no padece (loado sea el Señor) apreturas económicas, vive con ociosa y sabia tranquilidad y puede permitirse, en consecuencia, vastas lecturas que hacen de él un compete...

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PEDRO UGARTE Para quienes no se hacen una idea exacta de las formas de discriminación que padecen ciertas personas en nuestra sociedad, nada como buscar referentes parecidos en conductas anecdóticas, pero que representan así mismo cierta disidencia en relación con lo que se considera la norma. Un amigo que ejerce la crítica literaria me hablaba hace poco de la modesta salvación social que le proporciona su actividad. Mi amigo no padece (loado sea el Señor) apreturas económicas, vive con ociosa y sabia tranquilidad y puede permitirse, en consecuencia, vastas lecturas que hacen de él un competente analista de la literatura. Mi amigo ejerce la crítica con y por placer, pero también con alivio: nadie puede reprocharle nada. Cuando la gente le pregunta a qué se dedica puede orillar la confesión (que yo presumo feliz) de que no tiene oficio conocido y declara sin dudar que es crítico literario. La gente perdona ser algo en la vida, incluso crítico. Lo que no perdona es el paraíso de la inactividad. Me imagino los aprietos de un rentista obligado a declarar que no trabaja, que no se dedica a nada que no sea a sí mismo, a su familia y amigos. De poco le valdrá, a estos efectos, disponer de una fortuna: la sociedad no soporta la disidencia, aunque ésta sea afortunada. Vivimos en una especie de estado policial donde es la propia sociedad la que reprime las conductas heterodoxas. En eso (tan sólo en eso) un ocioso puede emparentarse con un parado de larga duración: que a la sociedad les incomoda. Nuestra conducta adquiere formas igualadoras y salirse de ellas es exponerse al peligro. Confesar que uno no trabaja a lo largo del año es tan humillante como confesar que, en vacaciones, uno no hace las maletas para irse al quinto pino. ¿Por qué demonios existen seres valerosos que usan las vacaciones en algo que no sea sumarse al torbellino veraniego? Misterios de la naturaleza que la gente no está dispuesta a aceptar, ya que nadie tolera formas de felicidad ajenas a sus criterios. Otro de mis amigos (ya están viendo la clase de amigos que me honran) es hoy en día médico psiquiatra, pero durante sus años de estudio decidió dejar todo un curso en blanco, dedicarse a otras cosas, reflexionar sobre su futuro. Se permitió dudar, cosa que nuestra sociedad sólo tolera en la celosa intimidad de la conciencia, pero en modo alguno en el terreno de los actos visibles. Mi amigo siempre recuerda que, durante aquella larga temporada, la ciudad de nuestros amores se transformó para él en un auténtico infierno: la gente le cercaba con preguntas indiscretas. No había condiscípulo, convecino, sexagenaria o pariente de tercer grado que no demandara continuas y apremiantes explicaciones, siempre con un deje de inquietud, de desconfianza, de oculta compasión, acerca de por qué había abandonado una carrera en la que parecía encontrarse firmemente encajonado. Esa perversa persecución se multiplica. Alcanza a los que, por ejemplo, renuncian voluntariamente a la televisión, o a los que visten a la moda de hace treinta años, o a las parejas que deciden no tener hijos, o a las que deciden tenerlos en demasía. Todo se va pareciendo a una oposición frenética donde las excepciones, incluso en aspectos tan livianos, hacen de cualquiera la víctima de un paisaje social consumista, aburrido y monocorde. La conclusión de que, en último término, todos somos titulares de alguna conducta modestamente delictiva no puede consolarnos. Víctimas de nuestra particular excentricidad, seguro que actuamos en otros momentos como inquisidores. Pero el ejercicio intelectual de sentirse desplazado es un buen sistema para medir, siquiera sea vagamente, el drama que padecen los verdaderos marginados. Un amigo (un tercer amigo) me reveló la fórmula. Mi amigo no conduce, no tiene coche, se arregla sin agobios con el transporte público. Pero la gente no sólo le compadece, sino que se siente irritada por esa honesta elección personal. "Cada vez que la gente me pregunta por qué no tengo coche", declara, "me siento como un inmigrante ilegal, como una madre soltera, como un gitano al que nadie quiere en su comunidad de vecinos".

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