Tribuna:

Pensiones

E. CERDÁN TATO Ese anciano pulcro y de traje raído que toma asiento en un banco del parque, desde la perspectiva del conductor atrapado en el semáforo de enfrente, no es más que un espejismo en el fragor del desierto urbano Sin embargo, ese anciano tiene conciencia de su naturaleza de atlante y sabe que sobre su cansancio de granito soporta el lastre de una falange ministerial, de un menisco de subsecretario, de varios cerebelos de ediles y de numerosas tabas de diputados de toda especie. Ese anciano comparte la pobreza que le abona mensualmente el estado de bienestar, con el indigente que oc...

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E. CERDÁN TATO Ese anciano pulcro y de traje raído que toma asiento en un banco del parque, desde la perspectiva del conductor atrapado en el semáforo de enfrente, no es más que un espejismo en el fragor del desierto urbano Sin embargo, ese anciano tiene conciencia de su naturaleza de atlante y sabe que sobre su cansancio de granito soporta el lastre de una falange ministerial, de un menisco de subsecretario, de varios cerebelos de ediles y de numerosas tabas de diputados de toda especie. Ese anciano comparte la pobreza que le abona mensualmente el estado de bienestar, con el indigente que ocupa la otra mitad del banco y con un viejo compañero de armas que perdió un ojo en el Ebro y el otro cuando contemplaba, con perplejidad, la transacción democrática. Ese anciano nunca pretendió protagonismo alguno. Ni en el combate, ni en la celda de los vencidos, ni en los escasos empleos. Pero siempre ha mantenido a salvo su dignidad. Y de pronto, el Gobierno y la oposición, se lo disputan: quieren levantarle una estatua y aumentar su confusión. Ese anciano aún tiene capacidad de asombro ante la hipocresía: por ejemplo, cuando concejales, diputados y otros se plantean la conveniencia de incrementar sus nóminas en un 25 por ciento; mientras disfrazan la penuria de varios millones de ciudadanos, con pases de ilusionista, y hacen los farsantes ante las cámaras, proponen fondos de reserva y otras historias, pronuncian discursos apestados de cinismo, y solo tratan de medir el valor de su voto que es su conciencia, con la vara de la mezquindad. Pero ese anciano conoce la ley suprema, y sabe que en él reside la soberanía y que de él emanan los poderes del Estado. Lástima que algunos políticos profesionales lo ignoren o lo oculten; porque o son unos ineptos o son unos golfos. Por eso, en un gesto de gracia, les ha dejado abierta la puerta de servicio para que salgan discretamente. Pero ese anciano pulcro, digno y que se opone a cualquier cambalache, es también un ingenuo: su lucha final ya no la librará en la barricada de las pensiones justas, sino en la frialdad de un depósito de cadáveres. El pacto de Toledo, aunque solemne y tardío, le fulminó el corazón.

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