Tribuna:DEBATE SOBRE LA SEGURIDAD SOCIAL

Subida de pensiones y solidaridad

El autor cree que la revisión anual de las pensiones es una ocasión propicia para debatir sobre el perfeccionamiento del estado de bienestar, pero que en España se desarrolla en forma de subasta electoral y en la única dirección de aumentar el gasto

La solidaridad material entre los individuos de una colectividad es necesaria. Su ausencia perpetuaría la desigualdad, especialmente la desigualdad de oportunidades, pero, puesto que hay que financiarla mediante impuestos progresivos, su exceso mataría la iniciativa de los más esforzados y capaces, de la que se derivan también ganancias para el conjunto. Entre estos dos extremos altamente simplificados ha de buscarse permanentemente el equilibrio adecuado, en cada época y en cada colectividad. Más que en muchas otras materias, corresponde a la política el deber y el privilegio de afinar en és...

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La solidaridad material entre los individuos de una colectividad es necesaria. Su ausencia perpetuaría la desigualdad, especialmente la desigualdad de oportunidades, pero, puesto que hay que financiarla mediante impuestos progresivos, su exceso mataría la iniciativa de los más esforzados y capaces, de la que se derivan también ganancias para el conjunto. Entre estos dos extremos altamente simplificados ha de buscarse permanentemente el equilibrio adecuado, en cada época y en cada colectividad. Más que en muchas otras materias, corresponde a la política el deber y el privilegio de afinar en ésta; dictando leyes y adaptando las instituciones pertinentes para sacar el máximo partido de los ingentes recursos que los ciudadanos ponen en manos de las numerosas instancias del Estado del bienestar para la atención de los más desfavorecidos.

La revisión anual de las pensiones es una ocasión propicia para debatir sobre el perfeccionamiento del Estado del bienestar. Desgraciadamente, este debate se está desarrollando, en España, en forma de subasta electoral y en la única dirección de aumentar el gasto. Perfeccionar el Estado del bienestar es también descargarlo de comportamientos estratégicos, incentivos negativos y elementos que lo hacen susceptible de un mal uso político.

Pero, en el caso que nos ocupa, ¿qué hacer con las pensiones más bajas? Distingamos rotundamente entre las pensiones contributivas, por las que se cotizó en el pasado, y las no contributivas, por las que no se cotizó o se hizo insuficientemente. Distinción necesaria si se quiere abordar el tema con sentido común. Estos dos tipos de pensiones nunca deberían ser iguales, pues, de serlo, millones de trabajadores de bajos ingresos procurarían no cotizar.

Las pensiones contributivas están ligadas a carreras de cotización y se corresponden, pues, con un esfuerzo realizado en el pasado. Por eso, las más bajas no se pueden actualizar arbitrariamente, ya que ello crearía agravios comparativos a los pensionistas con mayor esfuerzo pasado, y, de nuevo, desanimaría el esfuerzo de los actuales cotizantes.

Por otra parte, las pensiones contributivas actuales más bajas incorporan una recompensa más que proporcional al esfuerzo pasado de sus titulares, por razones históricas, mientras que las más altas se encuentran disminuidas más que proporcionalmente por las reglas del sistema.

Así pues, no encuentro razones para otorgar un trato diferente a las pensiones contributivas más bajas respecto a las más altas. Los compromisos existentes garantizan, además, que todas las pensiones han de actualizarse teniendo en cuenta la evolución del IPC. Pero mi razón fundamental para mantener en estos términos el sistema de pensiones contributivas es que, en los próximos años, habrán de afrontarse importantes reformas que exigirán muchos recursos económicos, una considerable energía política y social y un grado de consenso que estamos todavía muy lejos de alcanzar.

Respecto a las pensiones no contributivas, comenzaría por cambiarles el nombre para evitar la confusión popular. Llamemos, por ejemplo, renta social a aquellas prestaciones destinadas a las personas carentes de recursos o con recursos insuficientes, incluidos los titulares de pensiones contributivas más bajas. A través de este sistema, sopesando cuidadosamente los recursos disponibles en cada momento, puede instrumentarse la mejora de los más desfavorecidos. Para ello, los recursos deberían provenir de los impuestos generales y no de las cotizaciones. También, las administraciones autonómicas deberían poder intervenir en el proceso sin que ello levantase ampollas en la Administración central, aunque habría que resolver numerosas cuestiones de cierta complejidad.

La necesidad de mantener la proporcionalidad profesional del sistema de pensiones contributivas debería inmunizarlo de las querellas partidistas y territoriales. Los siete millones y medio de pensiones de esta naturaleza que existen en España en la actualidad son otros tantos argumentos para evitar todo punto de contacto con dichos riesgos. Sin embargo, un sistema de renta social está más expuesto a su manipulación en el mercado electoral o a los conflictos de competencias entre las administraciones territoriales y la Administración central. Al fin y al cabo, según el criterio adoptado, habría unos dos millones y medio de posibles beneficiarios de un sistema de renta social.

En mi opinión, ya es hora de que nuestro sistema contributivo de pensiones se libere de su componente de solidaridad trasladando éste hacia nuevos conceptos y nuevas realidades sociales y políticas. Así, también prepararíamos al sistema contributivo para las reformas ineludibles del futuro.

Hace unas semanas escribía entre airado y preocupado, en este mismo diario, contra la manipulación de las pensiones. Hoy creo que el Gobierno ha hecho bien convocando a los firmantes del Pacto de Toledo cuanto antes, dada la avalancha de la oposición. Hay varias cuestiones pendientes y, sin duda, la que más interés social y político suscitará es si, por ejemplo, disponemos de los 70.000 millones de pesetas anuales necesarios para aumentar 2.000 pesetas al mes las pensiones de medio millón de pensionistas del sistema no contributivo y de dos millones de pensionistas del sistema contributivo. La cifra equivale a un 0,08% del PIB que se puede estimar para 1999 y no parece excesiva, pero genera un compromiso a medio plazo equivalente a unas diez veces dicho importe.

Sin embargo, la buena noticia sería que ésta y cualquier otra mejora discrecional futura se decidiesen fuera del sistema de pensiones contributivas, en un esquema de renta social condicionada a los ingresos de los posibles beneficiarios e inmune al oportunismo electoral y territorial que ha dominado el panorama en los últimos años.

José A. Herce es director de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (FEDEA) y profesor de Economía en la U. Complutense de Madrid.

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