INFANCIA

Los supervivientes de Lille

Cinco niños de Cabo Verde crecieron en Francia durante dos años sin padre ni madre

La reconversión industrial ha barrido regiones de Francia que antes vivieron de la minería, se ha llevado el trabajo y ha dejado un paisaje de paro, de pueblos que pierden sus habitantes, de grupos privados de vínculos de amistad y de familias que quedan sin padre o madre, o sin los dos progenitores. Pero el caso de los cinco chicos de Cabo Verde llegados en 1993 a Lille, una ciudad del norte inmersa en esos problemas, es excepcional. La diferencia está en el comportamiento de los cinco hermanos. La mayor tenía 15 años, el más pequeño 8 y, enmedio, hay otra adolescente de 14, uno de 13 y otra...

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La reconversión industrial ha barrido regiones de Francia que antes vivieron de la minería, se ha llevado el trabajo y ha dejado un paisaje de paro, de pueblos que pierden sus habitantes, de grupos privados de vínculos de amistad y de familias que quedan sin padre o madre, o sin los dos progenitores. Pero el caso de los cinco chicos de Cabo Verde llegados en 1993 a Lille, una ciudad del norte inmersa en esos problemas, es excepcional. La diferencia está en el comportamiento de los cinco hermanos. La mayor tenía 15 años, el más pequeño 8 y, enmedio, hay otra adolescente de 14, uno de 13 y otra niña de 10. Cuando llegaron a Lille iban acompañados de su padre, que les instaló en un modesto apartamento de ladrillo rojo. "Les" instaló, porque él se largó enseguida para París a buscar trabajo, pero también a vivir con otra mujer. Mientras, la madre de los niños escribe desde Lisboa, donde espera que se resuelvan los trámites legales para poder entrar en Francia y tener derecho a los subsidios correspondientes en concepto de "reagrupamiento familiar". El tiempo pasa y los chicos descubren que están solos, que papá sólo viene a verles una vez cada quince días, cuando el mes se acaba...

Hay que organizar la supervivencia. La mayor pone en pie la logística doméstica: quién va a comprar y qué día, quién lava los platos y cuándo, quiénes se responsabilizan de hacer las camas, de fregar, de lavar la ropa. Un papel clavado en la pared de la cocina recuerda a cada uno sus obligaciones. Otras no hace falta recordarlas. Los chicos van cada día a la escuela, puntuales, son buenos estudiantes, tienen amigos aunque son algo reservados. Van limpios aunque casi siempre llevan la misma ropa.

Doscientos francos semanales -5.000 pesetas- sirven para todo. Para pagar la electricidad o el modesto alquiler de la vivienda protegida, para comprar el material escolar imprescindible o la comida en el súper. Siempre lo mismo, el dinero no da para más: patatas fritas congeladas, pan, pastas, más pan, alguna hamburguesa y siempre pan.

En 1993, ninguno de los críos hablaba otra cosa que portugués. Pero ni mamá ni papá están en casa, y el televisor ocupa su lugar. El francés se aprende rápido, cuestión de semanas. Cuando una vecina de Cabo Verde se asoma por la hermandad, descubre que los chicos está sólos desde hace meses, que han optado por olvidar el portugués y pasarse al francés y que no sólo saben sobrevivir, sino que intentan vivir. La vecina les prestará ayuda. De vez en cuando les trae algo distinto para comer, otras veces les invita al teatro o a espectáculos de danza. A menudo los niños llaman a su puerta para pedirle un diccionario. "Eran críos muy reservados. Aunque tuviesen hambre o frío, no lo decían, procuraban no demostrarlo".

En el barrio o en la escuela son muy pocos los que saben qué sucede en casa de los cinco chicos. Cuando hay que rellenar papeles, pedir permisos paternos para ir de excursión o visitar un museo, la hermana mayor imita la firma de papá y de mamá. Y todos guardan el secreto, incluso con sus compañeros de clase. Tienen miedo de que la asistencia social sepa que los subsidios que llegan a casa no son administrados por adultos, que les obliguen a ir a vivir a un hospicio, que les separen. Tratan de evitar el drama de otros críos abandonados, no quieren ser carne de página de sucesos, iniciales de historias de pequeña delincuencia o de prostitución.

Ese orden frágil que las chinchetas recuerdan en el muro de la cocina les protege a todos. Pero no de todo. Primero uno, el más pequeño, luego una de las chicas, son hospitalizados. Apendicitis. Y ahora sí se echa en falta a los padres. Los médicos y las enfermeras se interrogan, constatan que los dos enfermos presentan signos de malnutrición, la asistente social acude al centro médico, la vecina cuenta lo que sabe, mamá llega, al fin, después de dos años, mamá que ha dejado de esperar que papá vuelva con ella y es ella la que vuelve con sus hijos.

La mayor es incapaz de explicar lo vivido durante dos años, de cómo ha tenido que crecer -en realidad se ha hecho vieja en tan poco tiempo-, y como no puede verbalizarlo, como no quiere recordarlo, llora.

Por respeto a la intimidad de los menores, su historia no ha sido conocida hasta hoy, cuando la madre vive con las dos mayores y el más pequeño. Los otros dos hermanos se han reunido con su padre, en París.

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