Tribuna:

Los abuelos

MIGUEL ÁNGEL VILLENA Durante el verano las grandes ciudades se despueblan de niños y se llenan de ancianos. Vagan los abuelos bajo un sol abrasador, de la tienda al parque, de sus achaques a sus soledades. Todos aquellos jubilados que no han tenido la fortuna de acompañar a sus hijos a la playa o la montaña, los que sencillamente están solos en el mundo o quienes prefieren no abandonar su vieja pero querida casa dibujan en los asfaltos requemados una de las estampas más deprimentes del agosto en las urbes. Y desde esa desolación los abuelos han asistido -más atónitos que indignados todo hay q...

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MIGUEL ÁNGEL VILLENA Durante el verano las grandes ciudades se despueblan de niños y se llenan de ancianos. Vagan los abuelos bajo un sol abrasador, de la tienda al parque, de sus achaques a sus soledades. Todos aquellos jubilados que no han tenido la fortuna de acompañar a sus hijos a la playa o la montaña, los que sencillamente están solos en el mundo o quienes prefieren no abandonar su vieja pero querida casa dibujan en los asfaltos requemados una de las estampas más deprimentes del agosto en las urbes. Y desde esa desolación los abuelos han asistido -más atónitos que indignados todo hay que decirlo- a ese mercadeo electoral que los políticos de todos los colores han escenificado a cuenta y a costa del aumento de las pensiones. Auténticos parias de un sucedáneo de Estado del bienestar que nunca ha llegado a consolidarse en este país, los jubilados han visto desfilar gobiernos, cambiar partidos, pasar elecciones, proclamar mejoras, organizar fiestas... Pero, entretanto, muchas de sus pensiones no alcanzan ese umbral de la pobreza que sigue siendo el llamado salario mínimo interprofesional que apenas llega a unas ridículas e insultantes 70.000 pesetas mensuales. A lo largo de las últimas semanas y en un desenfrenado trajín de fenicios tanto Pujol como Chaves, igual Aznar que Zaplana, se han llenado la boca con todo tipo de anuncios de limosnas para unos pensionistas que lo único que han pedido desde los tiempos de la transición se resume en una palabra: dignidad. Con una población cada día más envejecida y con unas esperanzas de vida que rondan los 80 años, los ancianos se han convertido en un problema, un engorro para familias más individualistas e insolidarias que antaño, para empresas que buscan sólo juventud, para una publicidad que exalta los cuerpos sanos y bronceados, para un Estado que discute sobre pensiones de vergüenza. Pero los que ahora todavía somos jóvenes y nos conservamos sanos -una temporada, no más- deberíamos pensar que la generosidad verdadera siempre tiene a los derrotados como beneficiarios.

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