Tribuna:

Cursos

J. M. CABALLERO BONALD Hace años que no intervenía en ninguno de esos cursos -universitarios o municipales- que proliferan por el país durante el verano. Supongo que se trataba de una abstención adecuadamente favorecida por una simple variante de la comodidad. Viajar con estas calores, sometido a una impredecible suerte de agobios, atrasos y groserías diversas, empieza a resultarme cada vez más temerario. Aparte de que tengo la impresión de haber estado incubando últimamente un manifiesto rechazo por todo lo que suene a académico en medio de las apacibles inercias estivales. Pero nada de eso...

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J. M. CABALLERO BONALD Hace años que no intervenía en ninguno de esos cursos -universitarios o municipales- que proliferan por el país durante el verano. Supongo que se trataba de una abstención adecuadamente favorecida por una simple variante de la comodidad. Viajar con estas calores, sometido a una impredecible suerte de agobios, atrasos y groserías diversas, empieza a resultarme cada vez más temerario. Aparte de que tengo la impresión de haber estado incubando últimamente un manifiesto rechazo por todo lo que suene a académico en medio de las apacibles inercias estivales. Pero nada de eso me ha impedido participar, dentro del programa santanderino de la Universidad Menéndez Pelayo, en un curso sobre memorias y memorialistas, asunto éste que me atañe no ya por mi actual ocupación literaria sino por sus expresas derivaciones teóricas. El curso funcionó bien, o todo lo bien que puede funcionar un curso donde un ponente sucede a otro en su particular exposición del temario, se intercalan festejos más bien crepusculares y profesores y alumnos conviven en régimen de colegio mayor. Y la verdad es que ya no está uno para muchos colegios mayores. Pero no es de eso de lo que quería hablar ahora, sino de un asunto al que nunca presté mayor atención y que de pronto me parece incluso llamativo. Me refiero a la creciente y profusa expansión de los cursos de verano en los más inopinados recodos de nuestra geografía. No ya las universidades, sino cualquier Ayuntamiento que se precie promueve por estas canículas un curso sobre lo que sea. ¿Se trata de un síntoma general de aprecio por la instrucción pública o de un simple efecto multiplicador? Lo único que resulta evidente es que esos cursos se han convertido en una moda cultural. Decenas de miles de alumnos y cientos de profesores se alistan cada verano en un movimiento docente verdaderamente perpetuo. Bancos, industrias y similares compiten en el patrocinio de esas actividades educativas. Con sus bien administradas muestras de poder, las entidades patrocinadoras exhiben públicamente un supuesto sentido del mecenazgo, al tiempo que fomentan la publicidad de sus productos. Nada que objetar. Cada uno es dueño de hacer lo que le plazca con esos espejismos llamados recursos financieros.. Pero ¿no hay en toda esa movilización universitaria un componente empresarial que en cierto modo afecta a la más idónea tramitación de la cultura? El relumbrón, la competencia, las alharacas sociales, las reglas de la economía política, no son aspectos secundarios en este sentido. El hecho de que por los cursos de verano circulen miles de millones de pesetas debería inducir a un ponderado reajuste de beneficios académicos. Pero tampoco pretendo que esta opinión sea algo distinto a un comentario desglosado de la curiosidad. Me gustaría precisar, de todos modos, que entre una ostentosa verbena universitaria y un aula discretamente festiva, yo elijo siempre esta última. Quizá porque también es una opción alejada del término medio, que se parece mucho en este caso a una dorada medianía.

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