Tribuna:RELATOS DE VERANO

El hombre de Pollack

MAYRA MONTEROHoy he visto la casa de mi padre. La vi tal como era, con la terraza circular y la fachada en piedra. Fue en un libro sobre arquitectura, un regalo de cumpleaños que me trajo Sara, la mejor amiga de mi mujer. Me dijo: "Mira, Esteban, las casas de La Habana", y tuve una corazonada. No sé por qué me imaginé que iba a encontrarla allí. O sí, creo que lo sé: la casa fue bastante célebre en sus tiempos, tenía lo que la gente dio en llamar "baño romano", que no era más que una piscina íntima, y en ese irónico aposento, en ese espacio concebido quién sabe para qué locuras, yo me gané...

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MAYRA MONTEROHoy he visto la casa de mi padre. La vi tal como era, con la terraza circular y la fachada en piedra. Fue en un libro sobre arquitectura, un regalo de cumpleaños que me trajo Sara, la mejor amiga de mi mujer. Me dijo: "Mira, Esteban, las casas de La Habana", y tuve una corazonada. No sé por qué me imaginé que iba a encontrarla allí. O sí, creo que lo sé: la casa fue bastante célebre en sus tiempos, tenía lo que la gente dio en llamar "baño romano", que no era más que una piscina íntima, y en ese irónico aposento, en ese espacio concebido quién sabe para qué locuras, yo me gané la indiferencia y el rencor. A los 10 años, acabé con mi vida.

Puse la mano sobre una de las fotografías. Allí estaban la torre-mirador y la techumbre en tejas, y a su lado otra imagen: el patio central y el pórtico con sus columnas, cada columna de un mármol diferente, como quiso papá. Ocupando toda una página del libro estaba el "baño romano", los muebles y las buganvillas alrededor del estanque, y el hemiciclo con la estatua de Afrodita. Lo de la estatua no fue idea del arquitecto americano -Pollack no era un hombre de excesos-, sino de su colaborador cubano, un muchacho graduado de la Universidad de Columbia; se llamaba Mendoza y mis padres le dieron mano libre.

He oído decir que mucha gente muere el día de su cumpleaños; hoy pensé que ése sería mi caso. Al ver las fotos, sentí que se me apretaba el pecho, me tembló una mano, sólo la mano izquierda, y estuve a punto de llamar a mi mujer, pero la escuché conversando con Sara y tuve ese gesto postrero de resignación: más valía que no me viera morir, que se enterara luego, cuando viniera a ofrecerme una copa, o cuando se acercara para ver ella también las casas de La Habana. En el primer momento creería que estaba dormido, pero enseguida notaría mi mano agarrotada; me tocaría la frente para sentir mi piel, la piel en solitario es la última certeza. Más tarde, al ver el libro abierto, al mirar la página que quedó marcada y leer el pie de foto: "Baño romano de la casa de los Vilardell", caería en la cuenta de los motivos de mi muerte súbita. Sólo a ella pude contarle parte de lo que había pasado, mucho después de que nos casáramos, cuando nuestro propio hijo era un niño de 10 años. Ella lloró un poquito, me abrazó por la espalda y susurró: "Cuánto lo siento, Esteban".

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Poco a poco me fui apaciguando, la mano me dejó de temblar y volví a mirar el libro. "Papá", me oí decir. ¿Cuántos años llevaba sin recordar la cara de mi padre? ¿Y la de mi madre? ¿Cuántos años estuve tratando de recuperar su voz, una vez que se cerró una noche, y que me fue negada desde ese instante y para siempre?

Volví a la foto del "baño romano". Miré las celosías que cerraban los intercolumnios, recordé el olor de la madera fina y volví a pensar en la luz, la que entraba desde el techo, como en un impluvium pompeyano, y la que se filtraba por las ventanitas, tan finamente rebanada, tan de color de mantequilla. Mamá pasaba parte de su vida allí, rodeada de belleza, cubierta por aquella luz. Sólo una vez la vi con aquel hombre, el arquitecto Pollack. Llegué temprano del colegio y, al pasar, oí algunos susurros, me detuve a mirar: mi madre, sentada junto a la piscina, hablaba con dulzura, y el hombre Pollack, parado en el extremo opuesto, sólo miraba al suelo. Desde ese día me grabé su rostro: los ojos pequeños, la nariz ganchuda, una boquita intensa de maledicencia y furia. O acaso no, acaso aquella boca era perfecta y complaciente, la furia y la maledicencia tenían que estar en mí. Recuerdo que esa tarde entré al "baño romano" y me interpuse: abracé a mi madre, que me preguntó si no iba a merendar. Yo la miré y sentí que había algo en ella que me traicionaba. No era la forma en que trataba a Pollack, sino todo lo contrario: en su manera de ignorarlo, en la distancia que ponía entre ambos, presentí una cercanía abominable, una complicidad con garras, como una fiera que aullaba de dolor.

Hay un escrito en este libro en que mencionan a los arquitectos y hablan del dueño de la casa, ponen el nombre de mi padre, que se dedicaba al tabaco, pero en el fondo era un artista: pintó los paneles del techo, pintó retratos de mamá y retratos míos. A mí dejó de retratarme a los 10 años, hay una ruptura en ese tiempo, una frontera que crucé a empujones. En el libro confirman lo que ya me habían dicho los amigos: la casa está deshabitada, en ruinas; el órgano que había en la sala desapareció hace años, y la estatua de Afrodita fue robada; el hemiciclo cayó en pedazos. Me pregunto qué aguas podridas llenarán ahora el estanque de mi madre.

Pacífico se llamaba nuestro chófer. Murió una noche del mes de agosto. Había entrado a la casa en busca de mi padre y se desplomó en la galería que daba al patio. Era un hombre grueso y al caer su cabeza se abrió como una fruta. Le sangraba casi todo: la nariz, la boca, las orejas. Mamá vino corriendo desde su habitación; papá, que estaba en el estudio, se acercó con un frasco de amoniaco, pero todo fue en balde. Las dos sirvientas se agacharon y le sostuvieron la cabeza, y papá puso dos dedos sobre el cuello de Pacífico. "Está muerto", dijo, y las sirvientas rompieron a llorar. Mi madre me hizo un gesto: "Ve a tu habitación, Esteban".

No tuvo que decirlo dos veces, a mí también me apetecía alejarme. Salí disparado, pero, en lugar de ir a mi habitación, me fui a la de ella. Abrí la puerta y me tiré en su cama, que era más blanda que la mía; pateé las sábanas con mis zapatos, me revolqué con furia, con un súbito dolor tan silencioso como la muerte que había dejado fuera. Luego me levanté y me acerqué al escritorio, que con la prisa había quedado abierto, tuve un ataque pasajero de locura, no puedo explicarlo de otro modo. Saqué papeles, cartas y tarjetas; tiré las fotos de sus amigas, y de los hijos de sus amigas. Lo estrujé casi todo en mis manos, y lo que no pude estrujar, lo pisoteé sobre la alfombra. Entonces me fijé en los papeles que estaban sobre el escritorio. Uno era un borrador, con algunas frases tachadas; el otro era la carta que mi madre estaba pasando a limpio cuando la llamaron por lo de Pacífico. La leí entera, pero con los años sólo sé que quedó esta frase: "Es el aspecto íntimo de nuestra relación lo que me causa este gran sentimiento de culpa". El aspecto íntimo eran los pechos de mamá, su vientre que yo vi una vez, el espejismo brutal que eran sus nalgas, y ésas también las había visto. No lo pensé dos veces: mi corazón amargo y vengador se llenó de una desesperada euforia. Salí de la habitación con aquellos papeles en la mano, caminé lentamente por la galería, pasé junto al "baño romano" y vi que por la claraboya entraba una luz trémula, que es la luz del fondo de la noche. Al atravesar el patio escuché las hojas de los plátanos batiéndose y me paré aturdido porque el mármol de una de las columnas me recordó la sangre de Pacífico. Seguí adelante y me detuve al lado de mi padre. Ya nadie estaba inclinado sobre el chófer, lo habían cubierto con una sábana y una de las sirvientas limpiaba la sangre que había corrido por el suelo. Yo levanté la mano y le mostré los papeles a mi padre. Él me miró sin comprender, supongo que pensaría que eran dibujos. Pero entonces oyó el grito de mamá, ella los reconoció y me dijo: "¿Qué haces con eso?". Corrió hacia nosotros, intentó recuperar sus cartas, pero ya era tarde. Mi padre hizo un gesto para esquivarla y luego continuó leyendo. Cuando terminó, o cuando hubo leído suficiente, vino hacia mí, puso sus manos sobre mis hombros y me sacudió; luego me dio una bofetada que me lanzó sobre el cadáver de Pacífico. Me manché de sangre y empecé a gritar. Mi madre desapareció y una de las sirvientas me ayudó a ponerme de pie. Al día siguiente toda la casa era un silencio. Sólo recuerdo eso: la quietud y la tristeza. El lugar donde cayó el chófer estaba limpio y mamá no se dejó ver en todo el día. Mi padre sólo dijo "buen provecho" cuando nos sentamos a la mesa, mamá comió sola en su cuarto, debo decir que jamás volvió a comer conmigo. Ocho años después me fui a la Universidad de Columbia, me hice arquitecto como el hombre Pollack, y en muy contadas ocasiones regresé a La Habana.

La casa la cerró mi madre. Mi padre ya había muerto cuando ella decidió dejarlo todo. Se estableció en Bermudas, nunca supe por qué en ese lugar, ni tampoco con quién. Al morir ella, alguien me remitió una nota que me había dejado: "Si vuelves algún día a La Habana, hazme el favor de demoler la casa". Pensaba hacerlo, tuve esperanzas hasta que los amigos empezaron a contarme que todo estaba en ruinas. Hoy lo confirmo en este libro. Aquí está la casa de mi padre, el pórtico con sus columnas y el "baño romano" con su maldito signo: la estatua de Afrodita que nunca nos gustó, ni al hombre Pollack ni tampoco a mí.

El último libro publicado de Mayra Montero es Como un mensajero tuyo (Tusquets)

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