Tribuna:

Una propuesta no vinculante sobre los premios

Los homenajes son algo hermoso. La mayoría de las personas, al recibir una distinción, se siente de primera. Se trata de un negocio recíproco, porque quien otorga una muestra de reconocimiento también desea ser reconocido; parte del brillo que se proyecta sobre el homenajeado se refleja en el homenajeador. Las universidades se adornan a sí mismas con los doctorados honorarios que confieren, y el Estado se asegura la lealtad de sus ciudadanos al concederles trozos de metal cuidadosamente jerarquizados. En esta medida, la distinción pública es un método económico de contribuir a que todos los im...

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Los homenajes son algo hermoso. La mayoría de las personas, al recibir una distinción, se siente de primera. Se trata de un negocio recíproco, porque quien otorga una muestra de reconocimiento también desea ser reconocido; parte del brillo que se proyecta sobre el homenajeado se refleja en el homenajeador. Las universidades se adornan a sí mismas con los doctorados honorarios que confieren, y el Estado se asegura la lealtad de sus ciudadanos al concederles trozos de metal cuidadosamente jerarquizados. En esta medida, la distinción pública es un método económico de contribuir a que todos los implicados alcancen un ansiado momento de felicidad y armonía.Hay que admitir que esto no puede producirse sin crear una cierta incomodidad. Todo aquel que haya tenido que conceder condecoraciones tiene algo que contar sobre este asunto. El homenaje siempre deja una multitud de no homenajeados, que se adaptan a disgusto a su estado de espera. Lo dicho se aplica también a los premios que adornan la cultura.

La Academia Sueca, por poner un ejemplo, no tiene nada de envidiable. Da igual lo que decida. Podrá exhibir un vencedor más o menos agradecido, pero al mismo tiempo se le echarán encima cientos de candidatos desilusionados, amargados, gravemente ofendidos; muchas veces se atraerá las iras de una nación entera.

El hecho de que los homenajes públicos no puedan discurrir sin cierta incomodidad también se manifiesta en su inevitable ceremonial. El birrete del doctor honoris causa se ladea en la calva del industrial, el premiado lleva con cierto embarazo sus laureles y el recién nombrado ciudadano de honor escucha con los hombros encogidos el discurso que elogia su impecable carrera. Por lo demás, muchas distinciones también van ligadas a transacciones económicas. Si el consejero de honor puede entregar gustoso algún millón que otro a la institución que le ha elegido, el premiado por una academia o un Ayuntamiento también puede contar con una contraprestación.

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Tampoco esta magnanimidad carece de trampas. Por un lado, los costes de la ceremonia de entrega suelen superar con creces la suma del premio. Por otro, el número de premios que existe en mi país multiplica el número de artistas o autores a tener en cuenta, lo que produce una peculiar variedad de acumulación de cargos. Evidentemente, circula un índice invisible de candidatos que se fotocopia por doquier en esta nación.

Me veo obligado a admitir, por desgracia, que hablo por experiencia. Si no he contado mal, desde 1957, mi nombre ha aparecido al menos 17 veces en esa ominosa lista. Aun a riesgo de parecer desagradecido, tengo que confesarlo: es demasiado. Muchas veces tuve la oportunidad de conocer de antemano las distinciones que patricios o comisiones benévolas pensaban concederme. Estos sondeos permiten influir en el procedimiento de forma discreta y sin perder la cara. Por desgracia, ni una sola vez logré que mis contraofertas fueran escuchadas, lo que me obliga a pensar que la lógica de la acumulación es infalible: la mayoría de los premios recae sobre premiados que no necesitan premio alguno. Los marginales y los nombres desconocidos gustan poco. El mandamiento de la representatividad se impone casi siempre.

Para colmar la medida de lo incómodo, también es preciso hablar de dinero. Como es sabido, dar es mejor que recibir, y sin duda está muy bien regalar a un autor, a un pintor o a un compositor unas bonitas vacaciones. Los premios que se conceden en Alemania se mueven en ese orden de magnitud. Quisiera que los bienintencionados mecenas reflexionaran sobre el hecho de que los costes de producción de un libro o de una ópera, tomando como referencia el sueldo normal de un trabajador especializado, no se cifran en medio millón o en un millón de pesetas, sino al menos en ocho millones.

Estas modestas reflexiones permiten extraer unas cuantas conclusiones sencillas: 1, hay demasiados premios; 2, la mayoría de los premios tiene una dotación insuficiente; 3, la mayoría de los premios se concede a personas que ya tienen demasiados premios.

Salir de esta absurda situación no debería ser demasiado difícil. Al menos en mi país convendría reunir todos los premios "pequeños" para poner al feliz agraciado en condiciones de dedicarse a trabajar en serio con independencia de la presión del mercado. Habría que tachar de la lista de candidatos a los autores y artistas que puedan financiarse su propia producción. Los organizadores y patrocinadores deberían renunciar enteramente al ritual de la entrega y sumar al importe del premio ese dinero que tiran por la ventana. Puede prescindirse de recepciones, bufetes, cuartetos de cuerda y discursos. Basta con un cheque o una transferencia bancaria. El no va más de la elegancia sería que la distinción se tratara como un agradable secreto. No se daría pábulo a la envidia, la decepción y los celos; quien se marchara con las manos vacías no conocería su mala suerte y los lectores de los suplementos culturales se ahorrarían más de una noticia sin interés. Pero pedir esta discreción sobrehumana quizá sea pedir demasiado. Con un programa de mínimos, también se avanzaría mucho: más dinero para aquellos que lo necesitan y menos situaciones de incomodidad rutinaria..., eso sería un triunfo del sentido común en extremo deseable.

Hans Magnus Enzensberger es poeta y ensayista alemán.

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