Tribuna:RELATOS DE VERANO

Cálido viento en La Cruz del Rayo

Iba al encuentro de ella los días de julio cuando el viento ardiente alzaba polvaredas que corrían por los descampados hacia lo que se llamaba La Cruz del Rayo; las ráfagas le sacudían la falda y las puntas del pañuelo que cubría las negras trenzas, y ella cerraba los ojos, los que hubiera yo besado para encerrar en ellos cuanto habría visto en una ciudad como la nuestra, destrucción y sufrimiento, pero también donde eran barridas las viejas costumbres. Como una joya de oro viejo veía yo la blusa de un amarillo matizado por el uso, que una sola vez yo abrí y dentro hallé su olor, y el del mis...

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Iba al encuentro de ella los días de julio cuando el viento ardiente alzaba polvaredas que corrían por los descampados hacia lo que se llamaba La Cruz del Rayo; las ráfagas le sacudían la falda y las puntas del pañuelo que cubría las negras trenzas, y ella cerraba los ojos, los que hubiera yo besado para encerrar en ellos cuanto habría visto en una ciudad como la nuestra, destrucción y sufrimiento, pero también donde eran barridas las viejas costumbres. Como una joya de oro viejo veía yo la blusa de un amarillo matizado por el uso, que una sola vez yo abrí y dentro hallé su olor, y el del mismo tejido que imaginé hecho en Oriente por tejedoras que dejaron en él su aroma a mujer, a piel suave y tibia, al perfume que acompaña a los deseos. La vez primera que la vi fue cuando ella entró en la tienda donde estaba yo sentado en la alfombra, junto a su padre, y observé que llevaba una falda larga, ligera, que se ceñía a las piernas, y, como se acercó y se inclinó -para dejar en el suelo la bandeja con el té- tuve próximo su cuerpo, acaso la luna presidía aquel día su naturaleza, y vi lo hermosa que era. Estaba casada, me dijo el padre. Hicieron ruido los collares, que entrechocaron, cerca de su boca, y dijo en voz baja bunasíua y me miró un instante, pero sus ojos, como si hubieran permanecido fijos largo rato, me prendieron; retrocedió de espaldas y entonces el aroma que sentí fue el de té con menta. Hablé con el padre, el jefe de aquel grupo, que me explicaba sus problemas con los pasaportes y, mientras, yo oía fuera, en las otras tiendas del campamento, la que creía ser su voz. Después, la veía un instante, cuando iba a tratar de mis gestiones con la policía de fronteras, y empecé a pensar en encontrarla y poder hablarla, pues ¿qué otra satisfacción en época tan adversa, la de una guerra, podía yo desear si no eran los placeres de la seducción y las condescendencias? Me atraía. Sus bien formados hombros, su estatura, las manos algo grandes, mostraban un vigor de juventud; en la quietud de las facciones no sólo había belleza, sino, algunas veces, señal de golpes. Si me cruzaba con ella, yo sostenía mis ojos en los suyos, esperando que comprendiera mi codicia. Prescindiendo de lógicas preocupaciones -el frente se estrechaba en torno a Madrid-, yo iba por los descampados yermos, de basuras y perros vagabundos, iba hacia las tiendas, de oscura lona remendada, los carros, los caballos -si era noche, ardía alguna hoguera-, obsesionado por el atractivo de aquella mujer que vino a formar parte de mis días, y en uno de ellos, al fin, pude hablarla, con motivo de que llevaba un cubo de agua que había ido a coger lejos, y a lo que yo dije apenas quiso responder, pero entendió, como toda mujer que sabe de los deseos que suscita, la intención de mis palabras. Era difícil abordarla porque siempre había cerca hombres o mujeres pendientes de mí, sabiendo que iba a ayudarles, pero otro día la descubrí alejándose del campamento y decidí ponerme a su lado y comentar que le había visto una raya roja atravesándola la mejilla; no tuve respuesta, pero confirmé lo que yo sabía de los usos matrimoniales de aquel pueblo. Y fuimos juntos hasta el barrio de La Carolina y tímidamente me dijo que acudía a ayudar a otra familia gitana. Llevaba cosida en la manga, para mostrar que era extranjera, un brazalete con la bandera de Rumania, cuyo cónsul les protegía en meses tan inseguros, aunque, para mí, eran zíngaros de otro país más lejano. La vida de la ciudad donde vivíamos era un pantano de peligros, desastres y sangre derramada, pero yo sólo maquinaba lo que iba a decirle, recordaba lo que ella me había dicho, qué palabras -algunas para mí difíciles de entender- acompañaban a su actitud recelosa, aunque ante una insinuación se sonriera y el color ligeramente oscuro de la piel de las mejillas se redondeaba y florecía en un tono apenas rosado, prueba de sentirse halagada. La gente del campamento no debió de enterarse de que ella fue accediendo a que la acompañara, y así ocurrió varias veces: cruzábamos juntos los solares de la zona del canalillo, la huerta de Sabina Pilar, y luego, Bravo Murillo arriba, con sentimiento acaso debido al regalo de chocolatinas que entonces nadie tenía, en una ciudad que carecía de lo más preciso. Caminaba erguida, en silencio, la cara enmarcada por el pañuelo, el que yo deseaba ver que algún día se quitase y el largo pelo se esparciese en las primeras caricias. Una vez, al observar otra señal roja en la frente, volví a preguntarle la causa, y ella por toda respuesta me dijo que estaba casada. El azar, siempre inesperado, nos obligó una tarde a buscar protección en un refugio subterráneo y esperar que terminase la presencia, en el cielo, de la aviación alemana que bombardeaba el norte de Madrid, y en el refugio, entre mujeres y niños que gritaban asustados, permanecimos juntos los dos, casi rozándonos, tensa mi querencia de las seductoras proporciones de su cuerpo. Situación inmejorable para decirle algo que la interesase y atraerla, y no ingeniando nada mejor me puse a hablar de cierta historia que yo había leído, de una mujer rumana, una heroína antigua, que luchó con las armas por su libertad y fue jefa de una partida de rebeldes que la pusieron el nombre de Floárea Códrilor, flor de los bosques. Comprobé que en la cara de la gitana había un gesto de atención, prendida en lo que yo decía, y en el siguiente encuentro, no bien pasaron unos minutos, me pidió que la volviera a contar lo de aquella heroína, y escuchó con interés, igual que en otras tardes me pareció iluminarse su cara si yo hablaba de actos heroicos en el frente: creí ver un destello de complacerle el valor, la audacia. Por fin accedió a que nos encontrásemos algún anochecer, cerca del campamento; yo iba allí tenso por la espera, cansado tras el caluroso día. Se acercaba, nos mirábamos, ella callaba cuando yo la contaba algo; en torno nuestro había silencio, en la lejanía sonaban disparos en el frente de la Universitaria. Pero una vez, al aproximarse, a la media luz, vi extrañado un cambio en el rostro: manchado, dos heridas en la frente y la nariz y los labios deformados. A mi gesto de asombro, las lágrimas cayeron de los párpados inflamados, sin decir palabra. En mi indignación sólo pude maldecir, y sin vacilar, saqué del bolsillo de la guerrera un pequeño revólver que yo solía llevar y se lo mostré en la palma de la mano; ella tomó el arma, me miró con fijeza y nos separamos. Cuando se es joven, la brutal apetencia del deseo no admite reflexiones, pero, no obstante, yo tardé en volver por allí, y un nuevo atardecer de angustioso calor vagué por el descampado hasta que ella vino hacia mí, y a mi interrogación muda sonrió brevemente. La toqué, desabroché su blusa y acaricié la camisa de suave tela y noté entonces el olor propio de los amores, la promesa del cuerpo poco lavado, la fragancia del sudor. Presentí la piel, que no conocí, y que ahora imagino de nácar, como imaginamos toda ilusión no alcanzada. Por unos segundos no esquivó la caricia; confiaba a los ojos todo lo que debía decirme. Me devolvió el revólver y retrocedió y se alejó hacia las tiendas, pero se volvió para decirme adiós y el resplandor rojizo de las hogueras la envolvió en sombras y luces, la transformó en la heroína antigua de la que yo le hablé. Y desapareció entre el humo bajo que el viento llevaba hacia La Cruz del Rayo.

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