Tribuna:

Racistas

Uno de los principales escritores del Holocausto, Primo Levi, lo recordaba al final de Los hundidos y los salvados: "Ha sucedido, luego puede suceder de nuevo. Puede suceder, y en cualquier lugar". Sería preciso añadir que con dimensiones y matices que asimismo pueden variar. Por fortuna, no siempre se alcanza el grado de la catástrofe de masas, inaugurado en el siglo con el genocidio armenio de 1915 y aún no clausurado en la antigua Yugoslavia. Pero la bestia está ahí, y en los países de nuestra feliz Europa Unida asume con excesiva frecuencia un mismo rasgo: la violencia larvada contra quien...

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Uno de los principales escritores del Holocausto, Primo Levi, lo recordaba al final de Los hundidos y los salvados: "Ha sucedido, luego puede suceder de nuevo. Puede suceder, y en cualquier lugar". Sería preciso añadir que con dimensiones y matices que asimismo pueden variar. Por fortuna, no siempre se alcanza el grado de la catástrofe de masas, inaugurado en el siglo con el genocidio armenio de 1915 y aún no clausurado en la antigua Yugoslavia. Pero la bestia está ahí, y en los países de nuestra feliz Europa Unida asume con excesiva frecuencia un mismo rasgo: la violencia larvada contra quienes llegan desde el Tercer Mundo para escapar a la miseria. Una actitud discriminatoria que de vez en cuando se traduce en explosiones del tipo de las que hoy se registran en Cataluña, con comportamientos extraídos del repertorio fascista. Más allá de la firmeza en la condena y supresión de tales actos y conductas, no es fácil dar con la llave que cierre esa puerta negra. Ni siquiera en lo que concierne a la línea a seguir contra la más peligrosa cabeza de la hidra, el legado nacionalsocialista. Ciertamente, los alardes histriónicos de Hitler o Goebbels tienen tan poco futuro como los gorgoritos de Franco en cuanto polos de atracción para las nuevas generaciones de violentos. Pero en el plano intelectual están aún cercanos los elogios en cascada a Ernst Jünger, y ahora parece que le toca el turno a Leni Riefenstahl, la cineasta nazi -sí, cineasta nazi, fascinante cineasta nazi- que supo envolver en imágenes la exaltación del triunfo de Hitler y de sus ideas. Como contrapunto, mucho más visible, tenemos los brotes de una cultura juvenil de la violencia xenófoba, prácticamente impune, según ha quedado demostrado en el tratamiento de favor concedido al presunto asesino del donostiarra venido a Madrid para animar a su equipo. Sólo cuando el estallido es ya irreversible se esboza desde las autoridades la actitud correspondiente a la gravedad del problema. Claro que, si pensamos en que para los policías municipales de alguna gran capital española, la detención de un hombre de color se conoce en la jerga propia como "atrapar un simio", la tolerancia ante las tribus xenófobas puede entenderse mejor.

Por otra parte, la solución no reside únicamente en enfrentarse a los distintos tipos de brotes nazis. El racismo se incuba en el interior del etnocentrismo, y éste, la tendencia a considerar al propio grupo como portador de valores universales, con el consiguiente desprecio hacia el Otro, acompaña al hombre desde las primeras formas de organización de la convivencia. Lo recordaba Claude Lévi-Strauss en Raza e historia: "La humanidad se detiene en las fronteras de la tribu, del grupo lingüístico, a veces incluso de la aldea". Con frecuencia las poblaciones llamadas primitivas designan a sus habitantes como "los hombres", "los buenos", "los completos", por contraposición a los de fuera, "malvados", "monos de tierra", incluso "fantasmas". En la historia del movimiento obrero sólo la progresiva implantación de las ideologías socialistas, internacionalistas, corregirá la orientación inicial a ver en todo extranjero una amenaza para el propio puesto de trabajo.

No hay, pues, que dar por supuesta la aceptación generalizada del mestizaje que caracterizará necesariamente a las sociedades europeas en el futuro por efecto de la inmigración. La condena del racismo es condición necesaria, pero insuficiente. Hay que crear una cultura de recepción de esas minorías, que irán creciendo cada vez más, y el único recurso disponible para ello es el conocimiento. La relación con Marruecos es el ejemplo inmejorable de cómo esa premisa falta por entero. Nada se sabe ni se explica en España acerca de quiénes son nuestros vecinos del sur. "

¿Qué va a esperarse de esa gente de babuchas, chilaba y piorrea?", se preguntaba hace poco un responsable cultural; conservador, por supuesto. Así que un moro como decoración de la fotografía turística en la ruta de las casbas resulta admirable; puesto en tu ciudad, se convierte en un extraño a eliminar. Y al menor incidente, en el sentido literal del verbo. Claro que, por otra parte, conocimiento no implica angelización. Si se dan grupos violentos o mafiosos o redes de mendicidad organizada entre los inmigrantes, tampoco hay que cerrar los ojos. Pero sin que ello suponga licencia de caza o tolerancia implícita de la discriminación.

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