Tribuna:

Estrecho

FÉLIX BAYÓN Reconozco que siento debilidad por esa punta de Andalucía en la que África es algo más que un presentimiento, en la que el viento es el dueño del paisaje y también del humor de sus habitantes, en la que hay crepúsculos que cualquiera diría que aspiran a ser ensayos generales del apocalipsis. En la vecindad del estrecho de Gibraltar hay calles que parecen haber sido traídas por el levante desde el viejo Beirut, desde Génova o La Valetta, y dan testimonio de unos tiempos en los que el Mediterráneo era más que un mar: una gran nación con su lengua franca y su propia estética, en uno...

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FÉLIX BAYÓN Reconozco que siento debilidad por esa punta de Andalucía en la que África es algo más que un presentimiento, en la que el viento es el dueño del paisaje y también del humor de sus habitantes, en la que hay crepúsculos que cualquiera diría que aspiran a ser ensayos generales del apocalipsis. En la vecindad del estrecho de Gibraltar hay calles que parecen haber sido traídas por el levante desde el viejo Beirut, desde Génova o La Valetta, y dan testimonio de unos tiempos en los que el Mediterráneo era más que un mar: una gran nación con su lengua franca y su propia estética, en unos tiempos en los que las distancias eran mayores pero el mar no separaba, sino que servía para unir culturas. Aún se pueden encontrar restos de aquel pasado callejeando por Gibraltar o San Roque y, más difícilmente, recorriendo la dramática, pero nada literaria, decadencia de La Línea de la Concepción. De toda Andalucía -y probablemente de toda España- es La Línea el lugar menos favorecido por la historia reciente. Aquí no es sólo la desindustrialización la que ha condenado al paro y a la marginalidad a buena parte de su población. En La Línea, además, se quebró su historia, se la arrancó bruscamente de la existencia simbiótica que mantenía con Gibraltar. Cuando se habla de La Línea se recuerdan ingeniosos y veniales asuntos de matuteo, como aquél del trabajador que volvía cada noche de la colonia montado en una bicicleta flamante que revendía nada más cruzar la frontera. Productos de aquel matuteo, como las latas de cigarrillos Craven-A o el jabón fenicado, forman parte aún del paisaje olfativo de muchos gaditanos que conocimos los tiempos anteriores al cierre de la verja, en 1969. Aquella decisión del Gobierno de Franco condenó al paro a la mayor parte de los linenses. En las cercanías se levantaron industrias que no llegaron ni a inaugurarse. Alguna, incluso, dio lugar a uno de los escándalos económicos que se fueron destapando en el agonizante franquismo. Pero, además, cerrando la verja se cortaron los buenos efluvios que por entonces venían de la Roca: aires de cultura, respeto y libertad que fluían de la colonia inglesa cuando ésta era sólo un cantón militar y no, como hoy, uno de los últimos refugios de la piratería financiera, tradición pirateril ésta que, por cierto, poco tenía que ver hasta ahora con el Mediterráneo. En los años en los que la verja permaneció cerrada (desde 1969 a 1982), la Roca siguió siendo para los habitantes de este lado el mismo paraíso de libertades en el que, en el siglo pasado, encontraron refugio los liberales de Torrijos o, ya en este siglo, los huidos republicanos. He escuchado bellísimas historias de la noche del 23 de febrero de 1981, cuando hubo quienes huyeron a nado o en barca de remos en busca de la libertad que estaba entonces amenazada en España. Ahora que hay libertad en ambos lados, son otras las amenazas. Es una nueva simbiosis, más bien tenebrosa, la que une a La Línea con Gibraltar. Aquella población fronteriza que sus habitantes recuerdan modesta, laboriosa, abierta y feliz es hoy una sociedad enferma. El matuteo ya no tiene nada de inocente.

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