Tribuna:

Ahora

ENRIQUE MOCHALES Ahora, en estos precisos momentos, unas prostitutas se muestran en un escaparate rojo de Chiang Mai. Muchas de ellas no han cumplido aún dieciocho años. También en Numbai, Bharat, un grupo de jóvenes menores bien arregladas esperan en el salón que el cliente escoja a una de ellas. Mientras tanto, en Canadá, una guardia de los Servicios Sanitarios Metropolitanos le pone una multa de 50 dólares canadienses a un individuo por fumar, aplicando el Decreto del Aire Limpio, en vigor desde enero de 1999. Le dice que está obligado a darle su nombre, dirección y fecha de nacimiento, o ...

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ENRIQUE MOCHALES Ahora, en estos precisos momentos, unas prostitutas se muestran en un escaparate rojo de Chiang Mai. Muchas de ellas no han cumplido aún dieciocho años. También en Numbai, Bharat, un grupo de jóvenes menores bien arregladas esperan en el salón que el cliente escoja a una de ellas. Mientras tanto, en Canadá, una guardia de los Servicios Sanitarios Metropolitanos le pone una multa de 50 dólares canadienses a un individuo por fumar, aplicando el Decreto del Aire Limpio, en vigor desde enero de 1999. Le dice que está obligado a darle su nombre, dirección y fecha de nacimiento, o de otro modo avisará a la policía. En esos precisos instantes un punki de Hoboken, USA, se ha despertado de la mayor borrachera de su vida y ha encontrado muerto en su casa a un desconocido. Debería haber un periódico que recogiese el ahora. Que estuviese en todos los lugares a la vez. Sería una especie de monstruoso ojo de Dios que todo lo ve. Al mismo tiempo en todos los lugares. Veríamos a un árabe barriendo con una palma la mezquita de Al Qahirah, y a la vez un asesinato en Calcuta, y la conversación entre un cliente y el dueño de un puesto de venta de ratas de agua en Guangzhu, y el fichaje por la policía de una niña de cinco años en Brasil. No cabe duda de que sería suficiente para volvernos locos. Cada vez hay más cámaras que registran nuestros avatares. En la esquina hay una cámara. En el supermercado hay una cámara. Cámaras en los dormitorios, cámaras en los misiles, cámaras en los excusados. Si pudieran unirse todas esas cámaras en una inmensa pantalla, se podría decir que tendríamos una visión de la totalidad. Dramas particulares, con nombre y apellido. Ni son todas las que están ni están todas las que son. Esa es la cruda realidad de la noticia. Un asesinato en Brooklyn pasa totalmente desapercibido para nosotros. Lo mismo que la lapidación de una mujer en Afganistán, o la exhibición por las calles de un condenado a muerte en China. Son noticias que se expresan en la generalidad, pero que no recogen el nombre del desdichado. Son simplemente cosas que tal vez sucedan mientras estamos dormidos. De todas formas, a mí no me gustaría leer el periódico que lee Dios. Mientras estoy en la playa, leyendo el diario, pienso en aquello que dicen de que la actualidad no se toma vacaciones. No estaría del todo mal que se tomase unas vacaciones el verdugo o el dictador. No estaría mal que el dolor se tomase unas vacaciones. No estaría nada mal que la muerte se tomase unos días de asueto. En ese caso, se produciría un silencio global. Los diarios enmudecerían. Sus páginas serían blancas como la espuma de mar, como una nube que se deshace en el aire. La noticia habría muerto. Sólo quedaría el eco de las olas en esta playa. Pero sé que los asesinos no se tomarán vacaciones. Que la injusticia no se irá de veraneo. Que la muerte no descansará. Me sorprendo a mí mismo pensando en que mientras estoy en la playa puede que en Sierra Leona un niño se recupere de la amputación de un miembro, o que un lisiado por mina personal haya conseguido su primera pierna ortopédica. Son pensamientos raros. Federico García Lorca decía que hay cosas encerradas dentro de los muros que, si salieran de pronto a la calle y gritaran, llenarían el mundo. Y la playa, por extraño que parezca, es uno de los lugares donde se confirma la teoría. Mirando a la masa de gente que se reúne sobre la arena, uno tiene un ejemplo bárbaro de lo que es la civilización. Si yo tuviera un ordenador portátil, en lugar de escribir aquí con bolígrafo y papel, podría conectar desde esta misma playa con todo el mundo. La playa también es global. Los móviles suenan a mi alrededor, bajo el sol. Y de pronto, en un instante mágico durante el cual casi toda la playa ha parecido quedarse en silencio, me he dado cuenta de que el periódico ha ido amarilleando, de que sus hojas se han arrugado. Como si las noticias fueran ya muy viejas. Como si ya nada ocurriera en el mundo.

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