Tribuna

El merengazo

La pájara que sufrió el Madrid en Salamanca, un avechucho del tamaño de un pavo tomatero, ha vuelto a movilizar a una legión de intérpretes de la condición humana, incluidos neurólogos, tertulianos, nigromantes, psicoanalistas y consejeros bursátiles. La cátedra busca una explicación a esa especie de pachorra malaria que aflige periódicamente a los chicos de Toschack. Es, según parece, un problema sin tratamiento médico. Todos los remedios conocidos hasta la fecha, sean arengas, multas, rapapolvos, chistes galeses o cualquier otro correctivo pierden su efecto en una semana y devuelven a la abi...

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La pájara que sufrió el Madrid en Salamanca, un avechucho del tamaño de un pavo tomatero, ha vuelto a movilizar a una legión de intérpretes de la condición humana, incluidos neurólogos, tertulianos, nigromantes, psicoanalistas y consejeros bursátiles. La cátedra busca una explicación a esa especie de pachorra malaria que aflige periódicamente a los chicos de Toschack. Es, según parece, un problema sin tratamiento médico. Todos los remedios conocidos hasta la fecha, sean arengas, multas, rapapolvos, chistes galeses o cualquier otro correctivo pierden su efecto en una semana y devuelven a la abigarrada plantilla de Sanz a su natural estado de embobamiento místico. La afición reduce sus dudas a una pregunta esencial: ¿qué pelotas pasa aquí?Hay dos grandes teorías sobre esa flaccidez que podríamos llamar el merengazo. Algunos denuncian una perversa conjunción de caracteres. Según éstos, Lorenzo Sanz habría conseguido reunir, después de varios intentos, a la más acabada pandilla de zánganos jamás descrita en los tratados de mangancia. Se habla no del maula afectado por la hipotensión o desengañado por los reveses de fortuna, sino de un tipo de haragán cuyo destino está marcado por la predisposición genética. Habría, para estos teóricos, un gen de la indolencia que, por una oculta inclinación autodestructiva, dicho Lorenzo detecta con la precisión de un buscador de trufas. Las cosas sucederían así: cuando llega la hora de fichar a un crack, este hombre levanta la nariz, husmea en el mercado, se concentra y, zas, elige invariablemente a un individuo en cuyo destino se cruzarán, como en la maldición del vampiro, una modelo pechugona, un Ferrari de ocho cilindros, un traje de raya diplomática, un par de divorcios, tres o cuatro presentadoras de televisión y varios rumores no confirmados de cambio de sexo. Una catástrofe, vamos.

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Otros, en cambio, piensan que es imposible tanta puntería a la hora de reclutar tumbones. Están convencidos de que, bien al contrario, el fichaje medio suele ser en origen un muchacho listo, hábil y ambicioso; un candidato con los designios del ganador. Aún más, al margen de sus diversas procedencias geográficas, étnicas y sociales, muchos de ellos son gente que conoce las privaciones y, por tanto, están entrenados para valorar en su justa medida el vértigo del triunfo. Saben también que la presión crítica es inevitable para todo profesional que cobre enormes sumas de dinero a cambio de trabajar, cien filas más abajo, en el ojo del embudo. ¿Cuál puede ser, entonces, la explicación de la metamorfosis de Bartolovski en Bartolo? ¿Termina todo en preguntarse si el gandul nace o se hace?

Caben al menos dos reflexiones más: o estos chicos han contraído el mal de montaña o sufren la depresión del buscador de tesoros. Hace tres años se convencieron de que todo consistiría en alcanzar dos mitos locales conocidos como La Séptima y La Segunda: según la tradición madridista, el mundo empezaría a arder en Amsterdam y se acabaría en Tokio. Pues bien, después de inflamarse para tumbar a la Juve y al Vasco, ¿quién consigue enfadarse lo necesario para vencer al Salamanca?

Por lo que se ve, nadie les explicó que en esta feria pagana es insuficiente resolver las situaciones extraordinarias; la prioridad está en solventar lo cotidiano. En consecuencia, una de dos: o de tanto frecuentar las alturas se han quedado en las nubes o, encontrado el tesoro, una voz interior les dice que no queda nada por buscar.

El pronóstico fatalista es inevitable: valen para ganar la guerra de las galaxias, pero para ganarse el pan y la gasolina han dejado de servir.

Sálvese quien pueda.

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