Tribuna:

Las mentiras

Nuestra época se caracteriza, entre otras cosas, porque vivimos en el cultivo de la falsedad. Es un cultivo casi siempre ingenuo, y justo en esa ingenuidad reside su riesgo, su peligro. Somos exagerados, distorsionadores de la vida cotidiana y no nos preocupamos de que se ajuste a los hechos, a su realidad. Entre lo que se ve y los comentarios a que esa realidad nos obliga, si queremos ser veraces y claramente objetivos, hay siempre un hiato. Somos, pues, mentirosos a pesar nuestro. Puede decirse que ejercitamos la falsedad sin proponérnoslo.Ya se sabe que hay individuos que gozan con la inten...

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Nuestra época se caracteriza, entre otras cosas, porque vivimos en el cultivo de la falsedad. Es un cultivo casi siempre ingenuo, y justo en esa ingenuidad reside su riesgo, su peligro. Somos exagerados, distorsionadores de la vida cotidiana y no nos preocupamos de que se ajuste a los hechos, a su realidad. Entre lo que se ve y los comentarios a que esa realidad nos obliga, si queremos ser veraces y claramente objetivos, hay siempre un hiato. Somos, pues, mentirosos a pesar nuestro. Puede decirse que ejercitamos la falsedad sin proponérnoslo.Ya se sabe que hay individuos que gozan con la intención oblicua y que ejercen su funesto oficio realizando el mal, por querencia de perjudicar al prójimo. Y en esto se diferencia la falsedad inocente de la calumnia y, por ende, de la canallada. De ahí nacen las interpretaciones malévolas que son, infelizmente, muy frecuentes. Por eso las criaturas humanas recurren a la mentira, a la inexactitud. Como ello se ha convertido en reiteración de la conducta, la mentira se ha convertido en costumbre, en manera de ser. He aquí una nota caracterológica, que llega al colmo cuando el falsario cree en lo que inventa y, al tiempo, sabe que está inventando. En esta tesitura puede llegarse a la hipérbole que se da si el inventor de la distorsionada objetividad no sólo lo sabe sino que, además, llega a creer en sus propias ocurrencias. Nos encontramos entonces con la figura del fabulador. Se trata de una figura digna de compasión. ¿Por qué? Pues, sencillamente, porque el fabulador es un sujeto que a partir de ahí vivirá siempre esclavo de sus propias ocurrencias. El fabulador se debe a sí mismo y todo lo que sea pedirle cuentas por sus invenciones,es perder el tiempo. El fabulador carece del sentido de la responsabilidad. Por eso para él no cuenta la contradicción. Sus movimientos anímicos son la expresión de la pura arbitrariedad. No es posible discutir con ellos. Una y otra vez, extraerán de su saco lo inesperado. Son sus armas dialécticas. En última instancia tienen las espaldas bien defendidas, y no por supuestos apoyos, sino por su desfachatez discutidora, por su falta de moral coercitiva y, en definitiva, porque para salir de cualquier atolladero siempre tienen la posibilidad de urdir nuevas series de invenciones.

Lo tremendo, lo despistante de la mentira, y de su actual apogeo, consiste en el olvido de que estamos mintiendo constantemente. Es ya un hábito, una costumbre, una manera de ser. Se miente sin darse cuenta de que se está mintiendo. Por eso decía al comienzo de este articulo que se está mintiendo, a veces, inocentemente.

Es necesario, yo digo que urgente, echar mano de alguna medida que frene, o al menos que cohíba esta especie de mala costumbre. El vivir en la falsedad quizá sea el resultado de un fallo en la educación de la gente. En este caso la labor educativa tendrá que ser larga y constante. Labor, pues, de generaciones. Y no echemos en saco roto que los españoles tenemos propensión a lo exagerado, a abultar los acaeceres añadiéndoles a su hipotética sustancia conflictiva un factor de apasionamiento que no atiende a las exigencias de la verdad, de lo real, sino que se guía originariamente por la ciega pasión personal. Las relaciones humanas se convierten, inesperadamente, en luchas fratricidas, en deseos de aniquilar, incluso físicamente, al contrincante. Somos fratricidas por obediencia a nuestras falsedades. La última razón, la radical es ésta: "Porque me da la gana". Esa "gana" que nadie hasta ahora se ha atrevido a meterle el diente analítico con rigor y con rotundidad. Y en esa "gana" se ocultan, yacen los grandes secretos del alma colectiva. Entre ellos, muy en primer plano, nuestra desmedida práctica de la mentira.

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Pero la falsedad engendra negatividades sin cuento. Una colectividad mentirosa es, volentes nolentes, una sociedad paralítica, una sociedad abocada a la inacción, a la pasividad, a la inhibición. ¿Se ha reparado en la cantidad de individuos de ambos sexos, de todas las edades y de todas las profesiones que se adoptan, sin ponerse de acuerdo, en la actitud de espectadores de lo que acontece? Y en espectadores que contemplan, que ironizan valiéndose de la distorsión de la realidad. De lo que están firmemente convencidos que ellos, y sólo ellos, conocen los entresijos y los recovecos humanos.

La mentira, como mal menor, va a dar lugar a la desconfianza. Aquí nadie cree en nada. Todo el mundo abriga el temor de ser engañado. Son ya varios siglos de vivir en lo que Baudelaire denominaba "le vertige de l'hyperbole". Los batacazos al caer desde la altura a la que nos llevaron nuestras exageraciones son innumerables. Y lo peor no son los falsarios digamos de buena fe. Lo peor son los fabuladores, una y otra vez delirantes, una y otra vez maniáticos de sus propias, de sus específicas invenciones.

La desconfianza, entre otras desventajas, posee una considerable: la parálisis del cuerpo social, la incapacidad para moverse con soltura y decir sí a las iniciativas generosas y bien intencionadas. Cuando sale uno de estos proyectos, enseguida se procura echarlo por tierra. La idea, que no es fruto de la invención, no interesa.

Schopenhauer afirmaba en su Parerga und Paralipomena que como nuestro cuerpo está envuelto en la vestimenta, nuestro espíritu está envuelto en la mentira, y, por tanto, resulta difícil adivinar el verdadero pensamiento, "como por los vestidos la forma del cuerpo", ("wie durch die Gewander hindurch die Gestalt des Leibes").

Eliminemos, hasta donde sea posible, la mentira, aunque sea inocente e inocua. Sólo de esa forma eliminaremos la desconfianza y la inmovilidad que tanto nos perjudica. En el fondo, es el miedo a la verdad que, según se admite, es triste, e incluso áspera.

Domingo García-Sabell, miembro del Colegio Libre de Eméritos, es escritor.

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