Tribuna:

Atolladero en Arcos

J. M. CABALLERO BONALD Mi particular almanaque de costumbres ha acabado siendo extremadamente inflexible. Me refiero a esa imposición maniática que me anima a realizar determinadas cosas en fechas determinadas. El otro día, sin ir más lejos, cumplí con mi anual visita a Arcos, cosa que hago regularmente durante la Semana Santa, no para ver procesiones, que es afición que no practico, sino para callejear un poco y solazarme en una de las ventas circunvecinas con algún memorable plato de caza. También procuro que mi visita no coincida con ese festejo brutal llamado el Toro del Aleluya, que se c...

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J. M. CABALLERO BONALD Mi particular almanaque de costumbres ha acabado siendo extremadamente inflexible. Me refiero a esa imposición maniática que me anima a realizar determinadas cosas en fechas determinadas. El otro día, sin ir más lejos, cumplí con mi anual visita a Arcos, cosa que hago regularmente durante la Semana Santa, no para ver procesiones, que es afición que no practico, sino para callejear un poco y solazarme en una de las ventas circunvecinas con algún memorable plato de caza. También procuro que mi visita no coincida con ese festejo brutal llamado el Toro del Aleluya, que se celebra el Domingo de Resurrección y consiste en el acoso y tormento de una vaquilla a la que han soltado en la única calle arcense medianamente ancha. Un espectáculo ciertamente deplorable. Como nadie ignora, Arcos es un excelente muestrario de iglesias góticas, casas moriscas y palacios barrocos y neoclásicos. Encaramado de manera más que temeraria en la cresta de una peña, el pueblo es efectivamente un portento geográfico y un paradigma histórico. Perderse por sus callejas, asomarse a sus dos iglesias principales o a sus casonas blasonadas, supone una experiencia de veras seductora. Pero ocurre que ese singular disfrute ha quedado tajantemente neutralizado no más se ingresa en el venerable y hermoso dédalo callejero de Arcos. Ya sabía de años anteriores que el desbarajuste minucioso del tráfico estaba haciendo cada vez más difícil la normal circulación de peatones. Pero nunca me imaginé que la invasión de coches y motos iba a llegar a tanto. Subir hasta la bellísima plaza central, auténtico nido de águila asomado a los trigales y olivares del valle -el pan con aceite de las viejas culturas mediterráneas-, ha pasado a ser un peligroso y desagradable asunto. La estrechez de las calles obliga al transeúnte a caminar pegado a la pared, cuando no a guarecerse en un portal. Humeríos, bocinas, escapes atronadores, anulan prácticamente el placer andariego. Luego, ya en la plaza, casi es peor: la batahola de coches remite a un auténtico despropósito municipal. La solución más lógica -y la más sensata- sería convertir en zona peatonal el casco antiguo de Arcos, lo que no parece coincidir con los cálculos de los comerciantes ni con las tácticas electoralistas de ningún candidato a la alcaldía. Quizá debiera arbitrarse que los viajeros dejen el coche a la entrada del pueblo y suban a pie hasta las cumbreras del caserío, cosa que se hace muy cuesta arriba para muchos. Creo, de todos modos, que unos pequeños autobuses para el transporte de visitantes desde los extrarradios del pueblo y unas furgonetas que atiendan los servicios indispensables, muy bien podría suponer una primera prueba de buen juicio. Lo único que resulta de veras insufrible y acabará retrayendo a los que, como yo, gustan de callejear por Arcos, es el actual atolladero circulatorio. Permitir el trasiego de vehículos por callejas trazadas para el paso de caballerías y hacer de la magnífica plaza un aparcamiento no es sino un alarde de ordinariez. Estoy seguro además de que, cuando sólo transiten personas por las calles de Arcos, tampoco quedará ya nadie con cara de guardacantón.

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