Tribuna:

Mudanza

Esta mañana, Madrid parece una ciudad desolada. Las calles están vacías, un par de coches avanzan lentamente a lo lejos, los cierres metálicos de las tiendas y de los locales están firmemente cerrados, como si todo lo que protegen tras su espalda de hierro se mantuviera dormido o en suspenso, apenas se cruza uno con un par de personas comprando el periódico o caminando junto a un perro sorprendido de tanto silencio en esta ciudad habitualmente estruendosa. Parece hoy Madrid una ciudad desolada por algún fracaso antiguo que ha terminado de imponerse, una ciudad desolada por alguna idea insoport...

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Esta mañana, Madrid parece una ciudad desolada. Las calles están vacías, un par de coches avanzan lentamente a lo lejos, los cierres metálicos de las tiendas y de los locales están firmemente cerrados, como si todo lo que protegen tras su espalda de hierro se mantuviera dormido o en suspenso, apenas se cruza uno con un par de personas comprando el periódico o caminando junto a un perro sorprendido de tanto silencio en esta ciudad habitualmente estruendosa. Parece hoy Madrid una ciudad desolada por algún fracaso antiguo que ha terminado de imponerse, una ciudad desolada por alguna idea insoportable de la que ha habido que huir.En realidad, algún tipo de indefinible fracaso, alguna idea de difícil manifestación, incómoda como un guisante en la cama de las princesas, debe de empujar cada año por estas fechas a los miles de madrileños que cargan sus maleteros de decenas de cosas prescindibles, que gastan su energía y su dinero en toda suerte de extravagantes y agotadores viajes; miles de madrileños que salen despavoridos en todas direcciones, que se apresuran por no estar. Que abandonan sus casas y su ciudad. Que se van.

Pero, bien mirada, esta supuesta desolación que parece sumir a Madrid en un sueño evasivo o reparador no es más que otra de las caras posibles de la ciudad, menos tristona de lo que aparenta, menos ensimismada, paradójicamente, que cuando el bullicio. Una ciudad distinta, pero no peor; solitaria como un pensamiento o como un paseo, pero no sola, sino más que nunca desnuda, más a la vista, como si se hubiera quedado a reflexionar acerca de su futuro, aprovechando que todos se han ido corriendo como si el tiempo les pisara los talones con excesiva impertinencia.

Si uno se queda en Madrid en Semana Santa se encuentra con una ciudad nueva, recupera la posibilidad, la ve de otra manera que le estaba esperando. Y, entonces, es un buen momento para hacer mudanza. Porque todo el exasperante proceso de una mudanza en plena actividad laboral madrileña se convierte, a ritmo de supuesta desolación, en un largo y delicioso viaje que transcurre a lo largo de uno mismo sin traspasar los límites de la ciudad, un intenso viaje con el espacio y el tiempo necesarios para que el próximo que uno va a ser tras la mudanza tienda a ser el mejor de los posibles, para que el silencio y la soledad sean propicios a su cambio.

Entonces, cuando Madrid es otra y uno mismo lo es ya también, empieza nuevamente de verdad el futuro. Largamente pensado (porque el futuro sólo se piensa), el futuro se va volviendo territorio presente, horario nuevo, calidad a estrenar. Como en un viaje organizado en la memoria, uno recorre las calles que verán sus pasos descubriendo inéditas afinidades, eligiendo distintas referencias, atento a ciertas manifestaciones de lo cotidiano que, ahora más cerca, pasaba antes por alto su mirada. Uno vuelve a mirar.

En plena mudanza, con el futuro no pisándome los talones sino apoyando la cabeza en mi regazo, recorro el centro de Madrid, tan conocido, deambulo por el barrio de Chueca, que tanto me conoce de otro modo, y decidir dónde compraré el pan, qué quiosco de prensa frecuentaré, por dónde pasearé con mi amigo el perro, me hacen sentirme dueña nuevamente del mundo, es decir, de mi ciudad, de mi gente, de mi vida. Si, además, como escribió Lawrence Durrell, una ciudad sólo se ve de verdad cuando se está enamorado, este viaje adquiere la importancia poética de una mudanza esencial.

Así que, por primera vez en mucho tiempo, no he tenido la necesidad imperiosa de huir de Madrid en Semana Santa. Ni siquiera tengo la nostalgia del mar, que alguien me lo traerá después desde sus ojos.

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Así como el tiempo no se mide en hojas de calendario, tampoco el espacio se reduce a los pliegues de un mapita de bolsillo. Por lo que no hay que irse muy lejos, no hay que marchar muy lejos; sólo, en tiempo de desolación, hay que irse, marcharse, sacudirse, como Teresa de Ávila, el polvo del camino de otros viajes; "mandarse a mudar", como dicen mis amigos los canarios. Empezar. Volver a empezar, por ejemplo, en el barrio de Chueca. Y que el futuro repose, feliz, en tu regazo.

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