Tribuna:

La Rosilla

"A un gitano que vive de la chatarra no pueden sacarle de la chabola y meterle en un piso porque no sabría dónde almacenar los hierros ni qué hacer con el burro". Así argumentaba hace casi diez años un alto mandatario de la Administración socialista la política de realojos que iban a emprender para erradicar el chabolismo de la capital. Habían tenido experiencias ingratas con la cesión de viviendas en altura que resultaron realmente desastrosas. En algunos casos sus nuevos moradores ahumaron a todo el vecindario prendiendo fogatas en medio del salón sin haber tiro de chimenea, o arrancado las ...

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"A un gitano que vive de la chatarra no pueden sacarle de la chabola y meterle en un piso porque no sabría dónde almacenar los hierros ni qué hacer con el burro". Así argumentaba hace casi diez años un alto mandatario de la Administración socialista la política de realojos que iban a emprender para erradicar el chabolismo de la capital. Habían tenido experiencias ingratas con la cesión de viviendas en altura que resultaron realmente desastrosas. En algunos casos sus nuevos moradores ahumaron a todo el vecindario prendiendo fogatas en medio del salón sin haber tiro de chimenea, o arrancado las tuberías de plomo del saneamiento para resolver cualquier apretón económico.Se imponía, pues, una actuación más acorde con las necesidades y el modus vivendi de las familias que iban a ser reubicadas y con esa lógica proyectaron los nuevos poblados que salpicaron los extrarradios de Madrid. Eran sankis o casas prefabricadas pensadas como alojamientos transitorios. Casi un millar de familias fue trasladado allí con la idea de que pudieran mantener su forma de vida. Así nacieron los poblados de La Celsa y el de Plata y Castañar en Villaverde, el de la Quinta y el Cerro de las Liebres en Fuencarral, Jauja y el de las Mimbreras en Latina, el del Cañaveral en Vicálvaro y el de La Rosilla en la Villa de Vallecas.

Este último es el que el presidente de la Comunidad de Madrid se ha comprometido a demoler antes de un año. Un compromiso expresado sorpresivamente en el pleno del pasado día 11 en la Asamblea Autonómica y que dejó descolocada a toda la oposición, como a él tanto le gusta hacer. El anuncio se producía tras una fuerte campaña de acoso al presidente por parte de las asociaciones de vecinos que exigían a la Comunidad el desmantelamiento del poblado y una política de realojos que no sobrecargue su distrito de familias procedentes de los núcleos de infraviviendas.

De fondo estaba el exabrupto del consejero de Obras Luis Eduardo Cortés, calificando la protesta de "racista y xenófoba", una expresión que encrespó aún más los ánimos elevando el tono de la queja. El punto de inflexión tuvo lugar el miércoles 3 de marzo, fecha en que fue inaugurada la prolongación de la línea 1 del Metro hasta Vallecas Villa. Allí le vio Gallardón las orejas al lobo. A tres meses de la campaña electoral pudo sentir en propia carne hasta qué extremo la protesta por un asunto menor podía deslucir la presentación de una obra de la trascendencia y magnitud histórica como la que estaba inaugurando. Aquel día fue el principio del fin de La Rosilla.

El Gobierno regional arrimará 1.100 millones para buscar piso a sus moradores. La idea es diseminarles por distintos puntos de Madrid con realojos en altura para que no vuelvan a crearse nuevos guetos. Una estrategia basada en el escarmiento sufrido por la experiencia vivida en estos poblados. Realmente nada ha sido como quienes levantaron esos asentamientos imaginaron que sería. La mayoría de los que sacaron de las chabolas dejaron la chatarra, los cartones y la venta ambulante y optaron por el cómodo, lucrativo y casi siempre impune negocio de la droga. Pronto la ciudad entera supo que el mejor y más variado muestrario de coches de lujo que podía contemplarse en Madrid estaba a las puertas de esas viviendas costeadas con el dinero de todos los ciudadanos. Una situación escandalosa que la Administración tiene la obligación de erradicar, aunque con exquisito cuidado para no cometer graves injusticias.

No son muchas, pero al menos 20 familias de las 130 que habitan el poblado de La Rosilla han mantenido una resistencia auténticamente heroica a traficar con drogas. Viven a duras penas de la venta ambulante, en la que muchas veces no encuentran más que trabas e incomprensión por parte de los ayuntamientos. Soportan la mofa de sus vecinos que se forran en sólo dos horas envenenando la sangre de los toxicómanos mientras ellos se levantan a las cuatro de la madrugada para ir a Mercamadrid. Nadie como ellos merece un trato deferente y considerado. No usan cochazos sino furgonetas para cargar la fruta. Y no dejaron el burro para vender caballo.

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