Tribuna:

Sueños

Acabo de cumplir 56 años en el mero Sunset Boulevar de Hollywood: una cinéfila no puede pedir más. Desvelada por el cambio horario, esta madrugada he abierto los ojos y he contemplado las luces del valle y, a lo lejos, el grupo de rascacielos del Downtown. Ha amanecido poco a poco, y nada amanece mejor que Los Ángeles en un día soleado, después de una jornada tormentosa: contexto Cecil B. De Mille, con un toque ligeramente Escarlata O"Hara. Un buen regalo de aniversario para quien empieza a tantear con un pie el primer tramo del bulevar del crepúsculo.Da qué pensar. Como no tengo ínfulas filos...

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Acabo de cumplir 56 años en el mero Sunset Boulevar de Hollywood: una cinéfila no puede pedir más. Desvelada por el cambio horario, esta madrugada he abierto los ojos y he contemplado las luces del valle y, a lo lejos, el grupo de rascacielos del Downtown. Ha amanecido poco a poco, y nada amanece mejor que Los Ángeles en un día soleado, después de una jornada tormentosa: contexto Cecil B. De Mille, con un toque ligeramente Escarlata O"Hara. Un buen regalo de aniversario para quien empieza a tantear con un pie el primer tramo del bulevar del crepúsculo.Da qué pensar. Como no tengo ínfulas filosóficas me limito a rumiar cuán parecido es Hollywood a eso que eufemísticamente llamamos el otro barrio. Efectivamente, nos encontramos ante un enorme cementerio. Visitando el hotel Roosevelt, donde hace 71 años se reunieron los primeros académicos para conceder los primeros Oscar, en la parte antigua que albergó el esplendor de los años heroicos, encuentro en sus paredes, a modo de museo del recuerdo, nombres y rostros que llegaron hasta el último rincón del mundo donde existieran una carpa ambulante, un iluso cargado con un proyector y peregrinos dispuestos a sorber maravillas. Personajes y sombras de la epopeya del cine.

Coincide con que acabo de leer la exquisita novela El padre de Frankenstein, de Christopher Bram (Anagrama), cuya versión cinematográfica, Dioses y monstruos, opta a un par de las estatuillas que se distribuirán este domingo. Habla de la forma en que murió James Wahle, el director de Frankenstein, mucho después de que falleciera su fama. En el Roosevelt no están ni su foto ni su nombre, pero sí su obra. Nuestros sueños nos sobreviven, y es una suerte, porque son mejores que nosotros. Hay quien se las arregla para estirar la pata después de haber sumido a los otros en sus pesadillas, pero ésta es otra historia.

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