Tribuna:LA CRÓNICA

Grand Prix GUILLEM MARTÍNEZ

La literatura es una tómbola, tom-tom-tómbola. Las literaturas peninsulares se parecen entre sí mucho más de lo que se diferencian. Se parecen en sus tiradas. Una primera novela en catalán vende tanto como una primera novela en castellano, si bien un rey del pollo vende varios miles de ejemplares más que un rei del pollastre. Se parecen en las tramas de sus novelas: a la literatura en castellano y en catalán les tiran mucho las novelas con ama de casa que se descubre a sí misma, o las novelas en las que de pronto hay muerto, con lo que la novela tiene algo muerto sobre lo que girar durante 200...

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La literatura es una tómbola, tom-tom-tómbola. Las literaturas peninsulares se parecen entre sí mucho más de lo que se diferencian. Se parecen en sus tiradas. Una primera novela en catalán vende tanto como una primera novela en castellano, si bien un rey del pollo vende varios miles de ejemplares más que un rei del pollastre. Se parecen en las tramas de sus novelas: a la literatura en castellano y en catalán les tiran mucho las novelas con ama de casa que se descubre a sí misma, o las novelas en las que de pronto hay muerto, con lo que la novela tiene algo muerto sobre lo que girar durante 200 páginas. Se parecen en las apuestas de poco riesgo de sus novelas y en la baja intensidad de sus obras. Se parecen en sus autores; sin mucho que decir y poca voluntad para hacerlo, los autores de ambas literaturas son más bien emblemas que fabrican productos que el público entiende como diferentes. Se parecen en el estamento crítico que comparten ambas literaturas; al crítico, como al escritor, no se le exige mucho, y el crítico, como el escritor, parece estar satisfecho con sólo existir y con el espacio social que se le reconoce sin emitir visiones del mundo parciales, individuales y orgánicas sobre sus literaturas. Quizás esta falta de existencia de una crítica que se la juegue, con criterio, juicios antipáticos y juego de piernas, es lo que más determina el conjunto de ambas literaturas. Sin crítica el público no tiene referentes, por lo que es la mismísima industria editorial la que debe comunicar a los lectores qué leer. Y de ahí nace otro parecido entre las literaturas catalana y castellana: el acopio de premios, la figura del premio literario como hecho vertebrador de las literaturas. Y de ahí, también, nace otro punto de conexión entre ambas literaturas: la escasa fiabilidad que inspiran sus premios literarios. En unas sociedades donde ni críticos ni escritores cumplen sus expectativas, los premios siempre están bajo sospecha. En cierta manera, la cultura de los premios ilustra un par de sociedades con una corrupción social de baja intensidad. Overbooking. Bueno. De pronto pasa lo que tiene que pasar. En Barcelona, en un mismo día y con pocas horas de diferencia, se fallan dos premios, uno en castellano y otro en catalán. Cojo y -ándale, ándale- me voy al primero. La Sonrisa Vertical. Un premio divertido que ha descubierto en su trayectoria al menos dos grandes escritores y que ha acometido en alguna ocasión el antiespañolismo de declarar el premio desierto. Público: chicos y chicas a lo Partido Democrático de la Sinistra, tonis mirós a gogó y falditas con rajote lateral, que dejan ver un trozo de pierna en plan visite-piso-muestra. Llego con el tiempo justo de acometer la rueda de prensa. Rueda de prensa: silencio sólo roto por alguna pregunta emblemática con la que el autor explica qué tipo de emblema aporta a la literatura española. El escritor, emblemáticamente, va vestido con unos mitones rosa, de lo que se desprende que el emblema que representa es el de escritor-con-mitones-rosa. Que, a su vez, no sé lo que significa. El pequeño Planeta. Y -ándale, ándale- me voy al hotel Arts, donde se falla el premio Ramon Llull, el premio Planeta en catalán -¿Premi Asteroide?-, dotado con 10 kilos 10. Priman los señores por encima de las señoras -vamos, que hay más señores, aunque no estén encima de las señoras-, las señoras van vestidas de boda de infanta y los periodistas con el traje de las bodas, entierros y premios literarios con cenorrio. Acopio de autoridades: Pujol, Clos y Maragall, el candidato con don de la ubicuidad: o está en Roma o está en todas partes. Las autoridades cenan en una mesa central. Cenan mirando al frente, sin hablarse entre ellos, guardando estética de familia del novio y de la novia en una boda en la que el novio y la novia se casan de penalti. A lo largo de la cena un señor de la tele toma la palabra y va eliminando novelas candidatas al premio, hasta que sólo queda aquella que en los diarios del día siguiente, que ya han cerrado página, se anuncia como ganadora. Se proclama la ganadora. Es una señora que ha ganado todos los premios del biotopo menos el Gamper. La señora ganadora habla: "Ha estat una sorpresa (...). És clar que tinc nervis, una mai s"acostuma". Rueda de prensa. Silencio roto con preguntas chorras del tipo: "De quin personatge t"has enamorat mentre escrivies la novel.la?". La señora escritora va y lo dice. Los premios son una metáfora, y las ruedas de prensa de los premios -silencios espaciados-, la gran metáfora de nuestras dos literaturas.

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