Tribuna:

El tesoro de la cripta

Del piso al ascensor, del ascensor al garaje, del garaje al túnel, del túnel al aparcamiento, del aparcamiento al ascensor, del ascensor a la oficina. El madrileño del futuro permanecerá ajeno a los caprichos del clima, inmune al chubasco, el hielo, la nieve, la ventisca, a los perniciosos efectos del agujero de la capa de ozono y al corruptor encanto de las puestas de sol, a no ser que ocupe un alto puesto, en un piso alto, de un edificio inteligente y tenga derecho a un despacho con ventanas, de esas tan inteligentes que no permiten a nadie asomarse a ellas en prevención de posibles suicidio...

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Del piso al ascensor, del ascensor al garaje, del garaje al túnel, del túnel al aparcamiento, del aparcamiento al ascensor, del ascensor a la oficina. El madrileño del futuro permanecerá ajeno a los caprichos del clima, inmune al chubasco, el hielo, la nieve, la ventisca, a los perniciosos efectos del agujero de la capa de ozono y al corruptor encanto de las puestas de sol, a no ser que ocupe un alto puesto, en un piso alto, de un edificio inteligente y tenga derecho a un despacho con ventanas, de esas tan inteligentes que no permiten a nadie asomarse a ellas en prevención de posibles suicidios.Empieza a resultarme inquietante la afición que muestra por las galerías y las criptas nuestro pálido alcalde; si no fuera por su demostrada querencia hacia las cruces y el agua bendita, cabría sospechar un cierto grado de parentesco entre nuestro primer edil y aquella raza maldita de los Cárpatos, inmortal, pero mortalmente alérgica a los rayos solares. Aún queda por realizar la prueba de los ajos, pero es un test que los vampiros experimentados superan con facilidad alegando su delicado sentido del olfato.

En un esclarecedor estudio publicado recientemente por los doctores Martínez Jekyll y González Hyde en la revista de psicología recreativa de la Universidad de Jones (Indiana), al tratar de ciertas patologías relacionadas con la clase política, se incluye un capítulo dedicado a examinar el caso del popular alcalde de Madrid, que bautiza con su segundo y eufónico apellido la llamada "psicosis de Manzano", o "síndrome del tunelador compulsivo", que se caracteriza por una obsesiva fijación en las obras públicas, preferentemente subterráneas, y en la colocación en la vía pública de monumentos raquíticos y chirimbolos fálicos.

Sobre la manía excavatoria, Jekyll baraja, entre otras hipótesis, un posible deseo inconsciente de regresar al útero materno, la desesperada búsqueda de un refugio seguro en las entrañas de la madre tierra donde no lleguen las asechanzas del mundo. Hyde, por su parte, esboza una teoría distinta, pero complementaria: el alcalde Álvarez del Manzano no se siente querido por los ciudadanos, y por eso no quiere verlos ni en pintura y ha decidido enterrarlos con sus vehículos.

Ambos doctores desechan otras alternativas bastante peregrinas, fruto de la imaginación popular, como la que afirma que en realidad el alcalde está buscando un tesoro, un fabuloso tesoro que dejaron enterrado los moros cuando tuvieron que abandonar apresuradamente la urbe por la presión intimidatoria de los guerreros cristianos. Según esta excéntrica versión, muy difundida en todos los mentideros de la Villa, del hall del Palace a la taberna de Mariano, el alcalde supo de la existencia del mítico tesoro a través de un viejo pergamino de los archivos con el que casualmente había envuelto su bocadillo de caballa un conserje del municipio, fiel observante de las ahorrativas normas del reciclaje.

Tal vez las manchas de grasa dificulten una correcta interpretación del texto, y por eso el alcalde se ve obligado a dar palos de ciego excavando por aquí y acullá. Si sus invisibles ciudadanos deciden reelegirle para un nuevo mandato, tal vez consiga nuestro infatigable edil cumplir con su objetivo: el ambicioso túnel del paseo del Prado parece prometedor en este sentido.

Subyugado por su pasión dominante, Álvarez del Manzano confunde sus sueños con la realidad; no se explica, si no, que trate de convertir en promesa electoral otra de sus faraónicas pesadillas, una de esas obras interminables que se eternizan sobre la epidermis de la ciudad y contribuyen a renovar el repertorio de exabruptos con los que los automovilistas obsequian al laborioso edil de nuestras entretelas urbanas.

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Lo de las estatuas y los chirimbolos, según la arriesgada hipótesis de los doctores, podría tener motivaciones escatológicas: serían como otras tantas defecaciones simbólicas con las que Manzano pretendería marcar su territorio, su ámbito de influencia, ante la competencia de otros depredadores, alguno de ellos incluso de su propia camada, como Alberto Ruiz-Gallardón, que, a la chita callando, quiere pisarle el terreno.

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