Tribuna:

Maestro y amigo

J.M. CABALLERO BONALD Ahora hace un año que murió Emilio Alarcos Llorach, una de las máximas autoridades europeas en lingüística. Estuve el otro día en Oviedo, donde la Universidad había programado unos actos en su memoria. Un grupo de amigos y profesores -Manuel Alvar, Eugeni Coseriu, Víctor García de la Concha, Ángel González, Darío Villanueva, Gregorio Salvador, yo mismo- recordamos la sabiduría, la bondad, la ejemplaridad humana y científica del profesor Alarcos. Sin duda que estos homenajes póstumos adolecen con frecuencia de muy diversos artificios, más o menos aderezados de jactancias...

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J.M. CABALLERO BONALD Ahora hace un año que murió Emilio Alarcos Llorach, una de las máximas autoridades europeas en lingüística. Estuve el otro día en Oviedo, donde la Universidad había programado unos actos en su memoria. Un grupo de amigos y profesores -Manuel Alvar, Eugeni Coseriu, Víctor García de la Concha, Ángel González, Darío Villanueva, Gregorio Salvador, yo mismo- recordamos la sabiduría, la bondad, la ejemplaridad humana y científica del profesor Alarcos. Sin duda que estos homenajes póstumos adolecen con frecuencia de muy diversos artificios, más o menos aderezados de jactancias, halagos, hipérboles. Pero es como si en esos actos en recuerdo de Alarcos se hubiese aplicado la norma que a él mismo le gustaba imponer en vida: nada de alharacas ni de inciensos, nada de pedestales ni de perifollos. Aquí un libro, aquí una amistad. Punto. Yo conocí a Emilio Alarcos a principios de los sesenta, durante uno de aquellos viajes laboriosos, interminables, que hacíamos a Oviedo desde Madrid el poeta Ángel González y yo, preferentemente en coche, lo que venía a suponer, amén de un serio quebranto, una temeridad. Pero llegábamos en condiciones más o menos aceptables. Una de las cosas que más me atrajeron entonces de Alarcos fue la admirable alianza que lograba establecer entre la sabiduría y la ironía. Sus textos críticos, sus trabajos filológicos, disponen todos de un mérito adicional: junto a la solvencia científica hay como un intento de aligerar la aridez de la materia con la amenidad expositiva, y desde luego con un sentido del humor sumamente reconfortante. Alarcos ya había publicado por entonces algunos libros que marcaron la cumbre de los estudios lingüísticos en España: por ejemplo, la Gramática estructural o la Fonología española. Pero procuraba que no se le notase. Si se refería ocasionalmente a esos libros precursores, lo hacía como si fuesen obras de un señor al que conocía de pasada, pero con el que no quería tener mucho trato. Algo que quizá no ocurría si se hablaba de sus ensayos de crítica literaria sobre Clarín y Baroja, o sobre Blas de Otero y Ángel González, cuyos enfoques respectivos inauguran en España el análisis del carácter de un texto según los procedimientos lingüísticos utilizados. La última vez que vi a Alarcos fue poco antes de morir, en octubre del 97, en Sanlúcar, donde presidió el tribunal ante el que se defendía una tesis de doctorado. Yo le sugerí al director de la tesis -el profesor González Troyano- la composición de ese tribunal y él eligió el lugar en que debía celebrarse el acto: una espléndida bodega sanluqueña. Nunca un ceremonial académico se había inscrito en un marco tan inusitado, aunque en este caso también fuera el más idóneo. Me consta que Alarcos disfrutó lo suyo. Él sabía muy bien que la erudición y la diversión tienen que simultanearse sin mayores fisuras. La gramática, la fonología, la dialectología, la historia de la lengua, alcanzaron entre nosotros, gracias al profesor Alarcos, un nuevo paradigma. Ese es el legado del maestro. El amigo deja otro: una memoria que equivale a un emocionante sucedáneo de compañía.

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