Tribuna:

Hay alguien fuera

Una casa es una frontera, el lugar exacto donde la realidad se parte en dos mitades para separar lo público de lo privado, lo visible de lo secreto. A veces, inmóviles en el sofá del salón -tal vez estamos descalzos, a medio vestir, con la boca llena de comida- o hundidos en el agua extraña de la bañera, sólo tenemos que recordar a esa otra mujer o ese otro hombre que somos cada día más allá de nuestras puertas, a esa persona que escribe cifras al fondo de una oficina o habla de Truffaut en un cóctel o le sonríe a los clientes desde el otro lado de un mostrador, para darnos cuenta de que si ex...

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Una casa es una frontera, el lugar exacto donde la realidad se parte en dos mitades para separar lo público de lo privado, lo visible de lo secreto. A veces, inmóviles en el sofá del salón -tal vez estamos descalzos, a medio vestir, con la boca llena de comida- o hundidos en el agua extraña de la bañera, sólo tenemos que recordar a esa otra mujer o ese otro hombre que somos cada día más allá de nuestras puertas, a esa persona que escribe cifras al fondo de una oficina o habla de Truffaut en un cóctel o le sonríe a los clientes desde el otro lado de un mostrador, para darnos cuenta de que si existen en nuestro diccionario dos palabras que, muy por encima de las demás, sean distintas entre sí, esas dos palabras son dentro y fuera.De hecho, la distancia que separa lo interior de lo externo se agranda sin límite a medida que las ciudades se vuelven más inseguras, más desconocidas, más tenebrosas; a medida que las noticias sobre atracos, crímenes o desvalijamientos nos hacen contemplar las calles como una suma de plazas peligrosas, parques siniestros, túneles en los que tal vez se oculte un asesino: cada puñalada deja una cicatriz, pero también transforma la ciudad, porque cuando la gente se asusta busca un modo de acorazarse, levantar muros, cerrar candados; recurre a esa sucesión de cerrojos, puertas blindadas, porteros automáticos, videocámaras, rejas, terrazas herméticas y jardines vallados en que consiste, ahora mismo, cualquier barrio popular o exclusivo, céntrico o periférico, rico o pobre de Madrid.

El miedo es, también, un fenómeno arquitectónico. Una fascinante metáfora de estos temores puede verse en la pequeña exposición de Gregory Crewdson que acaba de inaugurar el museo Reina Sofía. En las composiciones del fotógrafo norteamericano pueden encontrarse ejemplos perturbadores de ese modo en que el espanto, los dramas o, simplemente, los fenómenos extraordinarios invaden, una y otra vez, lo que llamamos el mundo normal. En una de las obras vemos un paisaje idílico, una de esas urbanizaciones pensadas para el ocio y la vida apartada, con praderas de césped y casas de madera junto a un bosque; pero hay algo más: un animal muerto, unos hombres con impermeables amarillos que parecen buscar algo en la hierba -¿huellas, un arma?- y otro que mira al cielo, una ambulancia y un coche de bomberos, una tira de esa cinta plástica con que la policía suele acotar el sitio donde ha ocurrido un suceso. Hay más imágenes inquietantes: una joven está tendida boca arriba en un campo de juncos, sola, con los ojos en blanco; un muchacho, quieto junto al porche de su casa, en medio de una oscuridad de aspecto pacífico, lleva en la mano una bolsa que parece pesada -¿qué hay dentro: latas de conserva, cervezas?- y está encerrado en un inexplicable círculo de luz que cae de las alturas; finalmente, un oso deambula por la habitación abandonada: al fondo se pueden observar una mesa con un portarretratos, un sofá, un jarrón, una lámpara, un cuadro, una pared cubierta con papel pintado; sin embargo, el piso está cubierto de vegetación, hay restos de envases, botellas vacías, cajas rotas. ¿Cómo ha entrado allí esa fiera? ¿Qué les ha pasado a los dueños de ese edificio?

El comisario de la muestra, Rafael Doctor, le ha puesto el nombre de Casa tomada, basándose en un relato de Julio Cortázar. El cuento, que proviene del libro Bestiario, cuenta la pesadilla de dos hermanos que viven en una mansión que va siendo, poco a poco, conquistada. No saben quién son los intrusos, sólo que cada día están más cerca. Cuando, en el último párrafo, escapan, ¿huyen de alguien o de su propio terror? Es un gran título, como lo habría sido otro del propio Cortázar, Las babas del diablo, incluido en Las armas secretas, en el que Antonioni se basó para filmar Blow Up, la historia de un fotógrafo que al revelar sus negativos descubre que tras la inofensiva imagen central a la que él ha disparado su cámara se esconde una escena escalofriante. Cortázar y Antonioni no se pusieron de acuerdo en cuál era esa escena del segundo plano. Nosotros tampoco lo sabemos con seguridad. Sólo intuimos que hay una amenaza, algo que nos acecha mientras echamos la llave de nuestra puerta blindada. Tenemos que fortificar la ciudad entera porque eso, sea lo que sea, parece cada vez más grande.

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