Tribuna:

El intelectual y la política

¿Debe el intelectual, en virtud de sus esfuerzos por profundizar en las cosas, por encontrar relaciones, causas y efectos, y por reconocer que los temas individuales forman parte de entidades más amplias, todo lo cual le conduce a una mayor comprensión y responsabilidad con el mundo, dedicarse a la política?Dicho de esa forma, puede dar la impresión de que considero deber de todo intelectual el dedicarse a la política. Es una tontería. La política también implica una serie de requisitos especiales que sólo a ella atañen. Hay unas personas que cumplen esos requisitos y otras que no, independien...

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¿Debe el intelectual, en virtud de sus esfuerzos por profundizar en las cosas, por encontrar relaciones, causas y efectos, y por reconocer que los temas individuales forman parte de entidades más amplias, todo lo cual le conduce a una mayor comprensión y responsabilidad con el mundo, dedicarse a la política?Dicho de esa forma, puede dar la impresión de que considero deber de todo intelectual el dedicarse a la política. Es una tontería. La política también implica una serie de requisitos especiales que sólo a ella atañen. Hay unas personas que cumplen esos requisitos y otras que no, independientemente de si son o no intelectuales.

Creo firmemente que, hoy más que nunca, el mundo precisa de políticos ilustrados y reflexivos, con la suficiente osadía y amplitud de miras para tomar en consideración temas situados más allá de su influencia inmediata, tanto en el espacio como en el tiempo. Necesitamos políticos que puedan y estén dispuestos a superar sus intereses de poder, o los intereses de sus partidos o países, y actuar de acuerdo con los intereses fundamentales de la humanidad: es decir, de comportarse como todos los seres humanos deberían hacerlo, aunque la mayoría no lo haga.

Nunca ha dependido tanto la política del momento, del talante cambiante de la opinión pública o de los medios de comunicación. Nunca se han visto los políticos tan impelidos a perseguir lo efímero y corto de miras. A menudo me parece que la vida de muchos políticos se mueve de las noticias que aparecen en el telediario de la noche a las encuestas de opinión de la mañana siguiente y a su imagen en televisión la noche siguiente. No estoy seguro de que la época de los medios de comunicación de masas propicie la aparición y formación de políticos de la talla de, por ejemplo, Winston Churchill. Más bien lo dudo, aunque siempre pueden darse excepciones.

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Para resumir: cuanto menos propicio sea nuestro tiempo para los políticos que piensan a largo plazo, más falta nos hace esa clase de políticos, y por tanto, más falta nos hace que los intelectuales, al menos aquellos que se adaptan a mi definición, sean aceptados en política. Tal apoyo podría proceder, entre otros, de aquellos que, sean cuales sean sus razones, nunca se meten en política, pero están de acuerdo con los anteriores, o al menos comparten los valores que subyacen tras sus acciones.

Escucho algunas objeciones: que los políticos deben ser elegidos; que la gente vota por aquellos que tienen su misma manera de pensar. Todo el que desee progresar en política debe prestar atención a la condición general de la mente humana; debe respetar lo que se denomina punto de vista del votante medio. Un político, le guste o no, tiene que ser un espejo. No se atreve a ser un heraldo de verdades impopulares que, aunque puedan ser beneficiosas para la humanidad, en ese momento no son percibidas así por la mayor parte del electorado, el cual puede incluso considerarlas antagónicas a sus metas.

Estoy convencido de que el propósito de la política no consiste en cumplir los deseos a corto plazo. Un político debería también intentar que la gente acepte sus ideas, incluso aunque no sean populares. Porque la política implica convencer a los votantes de que hay cosas que un político comprende y reconoce mejor que ellos, y que ésa es la razón por la que le deben votar. De esa forma, los ciudadanos pueden delegar en un político ciertas cuestiones que ellos, por diversas razones, no entienden, o de las que no quieren preocuparse, pero alguien debe ocuparse en su nombre.

Es cierto que todos los seductores de masas, tiranos en potencia y fanáticos, han empleado este argumento para justificarse; los comunistas también lo hicieron cuando se declararon a sí mismos el sector con más amplitud de miras y, en virtud de ellas, se arrogaron el derecho a gobernar arbitrariamente.

El verdadero arte de la política es el arte de ganar el apoyo de los ciudadanos a una buena causa aun cuando defenderla pueda interferir con los intereses particulares, y ello sin entorpecer ninguna de las formas de comprobar que el objetivo es una buena causa y de garantizar que la gente confiada no va a ser conducida a una mentira y al desastre, en una búsqueda ilusoria de la prosperidad futura.

Es necesario decir que hay intelectuales que poseen una especial habilidad para causar este mal. Elevan su intelecto sobre el de todos los demás, y a sí mismos sobre el resto de los seres humanos. Explican a sus conciudadanos que si no quieren entender la brillantez del proyecto intelectual que les ofrecen es porque son cortos de mente y todavía no han alcanzado las alturas habitadas por quien se lo está proponiendo. Después de todo lo que hemos soportado en el siglo XX, creo que no es difícil reconocer lo peligrosa que es esta actitud intelectual o pseudointelectual. No tenemos más que recordar cuántos intelectuales ayudaron a crear las diferentes dictaduras modernas.

Un buen político debería poder explicar sin pretender seducir; debería buscar humildemente la verdad de este mundo sin proclamarse el propietario profesional de la misma; debería hacer que cada uno encontrara sus buenas cualidades, incluido un sentido de los valores y los intereses que trascienden lo personal, sin darse aires de superioridad ni imponer nada a sus congéneres; no debería dejarse llevar por el dictado de los estados de ánimo de la opinión pública o de los medios de comunicación, y a la vez, no dificultar jamás el control constante de sus acciones.

En el terreno de esa política, los intelectuales deberían hacer sentir su presencia de dos formas: podrían -sin considerarlo vergonzoso o degradante- aceptar un cargo político y utilizarlo para hacer lo que estiman correcto, no sólo aferrarse al poder. También podrían convertirse en espejo de aquellos que ocupan cargos de autoridad, cerciorándose de que estos últimos sirven a una causa justa e impidiéndoles emplear buenas palabras para encubrir actos viles, como sucedió con muchos políticos intelectuales en siglos anteriores.

Václav Havel es presidente de la República Checa. © Project Syndicate,1998.

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