Tribuna:

Hablar por hablar

Para mi sorpresa (que es también la suya), un librero amigo me habla del considerable bajón de ventas de los libros de Neruda ocurrido desde la transición a la democracia, excepto los 20 Poemas de amor y una canción desesperada. Estas deserciones evidencian un error cultural de bulto: los lectores habituales, presuntamente cultos, no iban tanto a la poesía como a la política, la protesta, la huella roja en la obra del poeta. Con el aniversario de Neruda se han portado muy generosamente los medios andaluces informativos y culturales, aunque, como es natural, no hayan faltado disidentes de habla...

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Para mi sorpresa (que es también la suya), un librero amigo me habla del considerable bajón de ventas de los libros de Neruda ocurrido desde la transición a la democracia, excepto los 20 Poemas de amor y una canción desesperada. Estas deserciones evidencian un error cultural de bulto: los lectores habituales, presuntamente cultos, no iban tanto a la poesía como a la política, la protesta, la huella roja en la obra del poeta. Con el aniversario de Neruda se han portado muy generosamente los medios andaluces informativos y culturales, aunque, como es natural, no hayan faltado disidentes de hablar por hablar. Por ejemplo, en un diario sevillano, J.A. Moreno Jurado ha aprovechado su poco gusto por los tales 20 Poemas (criterio respetable) para poner verde a Neruda de pies a cabeza mediante el procedimiento (nada respetable) de silenciar lo mejor de su obra. Enlazando con el comienzo, en este asunto quizá vuelva a entreverarse la equivocación de confundir poesía y política. Mucho pseudopoeta, es cierto, ha dado motivo para asentar que un poema político es flojo por naturaleza, generalización tan errónea como casi todas en este mundo. Pero no es sitio éste para hacer teoría literaria; mejor será recordar al respecto cómo durante el franquismo, compañeros de cualquier color democrático nos echábamos por esos pueblos y esas fábricas de media España (¿te acuerdas, Pepe Hierro?) a hacerles oír a campesinos y obreros, en miniespectáculos de tres cuartos de hora en total, diez minutos la guitarra clásica de Segundo Pastor, a hablarles otros diez de pintura y a invertir los últimos veinticinco en la breve pantomima teatral de unos chicos, cerrada por poemas breves que corrían a mi cargo de memoria, y entre los que nunca hice distingos políticos ni de ninguna otra clase: a Juan de la Cruz lo barajaba al azar con Juan Ramón Jiménez, a cualquier romance medieval con uno de los Luises andaluces, Rosales o Cernuda y, él no faltaba nunca, con el Neruda de Canto General. Ésa es, justamente, la promiscua y fabulosa obra que, plazca o disguste a quien sea, ha terminado de situar al chileno entre los cuatro ases supremos de la poesía latinoamericana actual: el peruano César Vallejo, el argentino Borges, el mejicano Octavio Paz y el propio Neruda, con la sombra gigante allá atrás en el tiempo del nicaragüense Rubén Darío. Es de señalar que nuestro sencillo auditorio igual se calentaba con un autor que con otro y estoy seguro de que, pese a su tremenda carga política, el entusiasmo despertado por ciertos textos señeros de Neruda, como Olegario Sepúlveda, zapatero en Talcahuano; A Cristóbal Miranda, palero de Tocopilla, o el del buhonero Jesús Brito, más respondían a la mágica fuerza con que se expresan que a su mensaje social. Y esto tal vez nos diga que la virginidad cultural de aquellos hombres los hacía más próximos al arte que a otros listorrones más preparados.

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