Tribuna:

El príncipe que no quiso reinar

La noche de Halloween ha coincidido con horas invertidas por Enric Sió en su marcha hacia la zona desconocida, como si la coincidencia entrañase un símbolo idóneo para que el poeta gráfico, y surrealista lírico, lo hubiese ideado previamente. El mundo feérico de Halloween parece afín a las pesadillas, lúcidas y éticas, del mejor arte de un narrador alimentado en la búsqueda de realidades profundas, erguidas para trascender un cosmos orientado a la ocultación de su elocuencia nocturna. Por algo justos designios determinaron, en 1980, que fuese Carlos Saura quien escribiese un elogioso prólogo c...

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La noche de Halloween ha coincidido con horas invertidas por Enric Sió en su marcha hacia la zona desconocida, como si la coincidencia entrañase un símbolo idóneo para que el poeta gráfico, y surrealista lírico, lo hubiese ideado previamente. El mundo feérico de Halloween parece afín a las pesadillas, lúcidas y éticas, del mejor arte de un narrador alimentado en la búsqueda de realidades profundas, erguidas para trascender un cosmos orientado a la ocultación de su elocuencia nocturna. Por algo justos designios determinaron, en 1980, que fuese Carlos Saura quien escribiese un elogioso prólogo con destino a la edición española de Mara, obra maestra de Enric Sió que había escapado de la noche española para encontrar las páginas de una revista de cómics italiana mientras aquí se aguardaba la definitiva desconexión con un régimen opresor. Harto de esperar el desmoronamiento de un entorno inmoral y sórdido -en lo ideológico y en lo político, en lo cultural y en lo social-, el poeta había decidido convertirse en un peregrino al finalizar 1974. Pero no era un hombre que huía, sino un príncipe que se autoexiliaba. Daba por concluido su brillo personal y creativo en el marco de la gauche divine barcelonesa, donde había colocado los cómics en un pedestal mucho antes de que este medio de expresión fuese aclamado en nuestro país por los adultos cultos. Se marchaba como un príncipe. Y llegaba a Milán como un príncipe: cuando sólo tenía 27 años, el Salón Internacional de Lucca -celebrado en las cercanías de las bellezas artísticas de Pisa y de Florencia- lo había laureado ex aequo con Robert Crumb, el astro del underground americano que inventó al gato Fritz, en 1969; y dos años más tarde, un jurado repleto de personalidades le había otorgado el premio del salón, el Yellow Kid -entonces una especie de Oscar de los cómics-, al mejor dibujante en la esfera internacional. Tras dos años en Milán y la culminación de Mara, Sió condujo su principado individual a París, mientras su reputación se veía acrecentada por The World Encyclopedia of Comics, dirigida por Maurice Horn y editada en Nueva York. La ruta de Sió se amoldaba también a sus gustos exquisitos, a una sensibilidad de connaisseur y sibarita mundano e intelectual. Poco tiempo después, el amor a las raíces provocó el regreso. Con Sió entre nosotros, Román Gubern escribiría: "Nunca, antes de Mara, el cómic español había desarrollado una puesta en escena tan elaborada, tan brillante e imaginativa... Con Mara se colocó al cómic español un listón artístico tan alto que difícilmente podría ser superado por los dibujantes que cultivasen una línea artística afín o similar". Pero cuando estas frases fueron publicadas en una entrega dominical de EL PAÍS, el príncipe que las suscitó vivía ya un exilio creativo interior. Tal vez consciente de que su obra había alcanzado las estrellas, se había refugiado en su mundo íntimo, dispuesto a un vida cimentada por su propia herencia y erigida sobre un precoz y magnífico testamento estético. Una nueva existencia, de tal modo fundamentada, se había inscrito, más allá y por encima de Barcelona, en un lugar adherido a la naturaleza y con resonancias simbólicas a una colina chandleriana donde se alzaría el rechazo marmóreo a reinar. Allí, en lo alto de la colina desde la cual contemplaría como un dios del Olimpo lo que había legado a los mortales, Enric Sió ha mimado majestuosamente y con espíritu de príncipe su ensueño eterno, ahora mítico de forma definitiva. Mecido apropiadamente en una cuna de Halloween, el ensueño del príncipe se ha salvado para siempre, por su inherente majestuosidad, de un escasamente divino trono de ruedas en el que la paz de los dioses nunca podría amanecer.

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