Tribuna:

Sin pudor

MIGUEL ÁNGEL VILLENA Ropa tendida en los balcones que dan a la calle; anillos, pulseras y relojes de oro en las manos; conversaciones a gritos sobre las vidas privadas; almuerzos chorreantes de aceite salpicados de carcajadas y chistes picantes; meriendas en las corridas de toros de espaldas a las incidencias de la lidia y con los prismáticos concentrados en el cotilleo; fiestas barrocas como las Fallas o los moros y cristianos donde la ostentación y el lujo se muestran sin ningún pudor... Así nos ven a los valencianos más allá de los límites del río Ebro, del embalse de Contreras y de las hu...

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MIGUEL ÁNGEL VILLENA Ropa tendida en los balcones que dan a la calle; anillos, pulseras y relojes de oro en las manos; conversaciones a gritos sobre las vidas privadas; almuerzos chorreantes de aceite salpicados de carcajadas y chistes picantes; meriendas en las corridas de toros de espaldas a las incidencias de la lidia y con los prismáticos concentrados en el cotilleo; fiestas barrocas como las Fallas o los moros y cristianos donde la ostentación y el lujo se muestran sin ningún pudor... Así nos ven a los valencianos más allá de los límites del río Ebro, del embalse de Contreras y de las huertas de Orihuela: Autosatisfechos y con toques de nuevos ricos, chabacanos y felizotas, deslumbrados por la luz, las redondeces de un cuerpo, la rotundidad de una naranja. En una ocasión un compañero de trabajo dijo que yo era poco valenciano porque apenas llevaba un reloj en la muñeca. "¡Qué discreción, por favor, pareces un nórdico!", me espetó este amigo. A esta orilla del Mediterráneo la ostentación debe rezumar carnalidad, ha de ser algo no sólo visible sino también tocable. Todo esto suena a arquetipos, pero las encuestas confirman una y otra vez los tópicos. Los datos revelados la semana pasada por un estudio de Demoscopia ponen de relieve un grado tal de satisfacción de los valencianos con su calidad de vida, con su situación económica y con su plácido bienestar en la costa Este, que invalidan cualquier queja, el más mínimo atisbo de protesta. Pueblo muelle nos llamó el conde-duque de Olivares allá por el siglo XVII. Esta autocomplacencia provoca una reacción en el resto de españoles, a mitad de camino entre la envidia y el menosprecio. A los valencianos acostumbran a despacharnos con calificativos como superficiales, frívolos o sencillamente horteras. Pero después de años de residir en Madrid, empiezo a pensar que aquello que más molesta a la gente no es que los valencianos aparentemos ser felices, sino que además no tengamos ningún rubor en manifestarlo. En un país tan aficionado al flagelo, que alguien confiese ser feliz suena a falta de pudor.

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