Tribuna:

Trigémino-viagra

No es por amargarle la vida a nadie ni levantar desesperanzas, pero esto de las panaceas o medicinas que valen para enmendar la plana a la Naturaleza, en asuntos que fueron irremediables desde el comienzo de los tiempos, me produce gran desconfianza. Ello sin menospreciar los enormes avances de la ciencia médica, fulgurantes en el campo de la cirugía y bastante modestos en el trato de las miserias cotidianas, entre los que la muerte ocupa un lugar nada desdeñable, con los catarros, corizas, sabañones, flato y otras insidias que entristecen la existencia de los humanos.El concepto y el ansia po...

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No es por amargarle la vida a nadie ni levantar desesperanzas, pero esto de las panaceas o medicinas que valen para enmendar la plana a la Naturaleza, en asuntos que fueron irremediables desde el comienzo de los tiempos, me produce gran desconfianza. Ello sin menospreciar los enormes avances de la ciencia médica, fulgurantes en el campo de la cirugía y bastante modestos en el trato de las miserias cotidianas, entre los que la muerte ocupa un lugar nada desdeñable, con los catarros, corizas, sabañones, flato y otras insidias que entristecen la existencia de los humanos.El concepto y el ansia por remediar los males en general o en porciones viene ocupando al ser humano desde su paso por las cavernas, cuando se dio cuenta de que hacía algo para enmascarar su invalidez, causada por los achaques, o sus congéneres le pasaportaban diligentemente a otro mundo que cargase con individuos improductivos. Siempre creí que los verdaderos padres de la Medicina fueron los ancianos, inventores de la brujería como justificación de su debilidad o impotencia para la caza o la guerra con los vecinos.

Sin microscopios, rayos láser y laboratorios de investigación, aquellos espabilados abuelos y abuelas -las hechiceras fueron muy competentes- crearon imaginativas recetas, pócimas, ungüentos, potingues, brebajes y pomadas que ora servían para sanar los quebrantos de la osamenta, ora para curar el mal de amores, deslumbrar a la bella esquiva o conmover al pulido galán. Por ahí se alincaban el bálsamo de Fierabrás, la purga de Benito y los polvos de la madre Celestina.

Los menos comprometidos eran aquellos que se ocupaban de los asuntos del alma y sus recovecos, para fomentar la ambición, saciar la venganza, colmar la concupiscencia. La verdad es que, hasta la fecha, no se ha descubierto nada eficaz contra los resfriados y las cucarachas en la cocina, aunque el hombre haya puesto un juguete en Marte.

En el primer cuarto del siglo que se nos va, un médico donostiarra, el doctor Fernando Asuero, revolucionó el mundo de los felices años veinte, al menos en España, con el hallazgo de un remedio contra todos o casi todos los males. Igual que algunos falaces sistemas para adelgazar, comiendo como tragaldabas, o sea, sin dietas, purgantes ni ejercicios, el galeno proclamó el descubrimiento de un lugar sensible del cuerpo humano, verdadero punto neurálgico que disponía de todos los resortes vitales. Nada de cirugía ni esfuerzos, simplemente tocándole la nariz al paciente. Bueno, dentro de la nariz, por donde se tenía acceso al trigémino, tres hermanos, nervio del quinto par cerebral que se ramifica en el oftalmo, el maxilar interno y el superior. Eso dice el vocabulario especializado.

Un toque con la varita, con un palillo de dientes, con cualquier utensilio apropiado y los dolores producidos por cualquier dolencia, la dolencia incluida, se desvanecían por este cómodo y barato ensalmo. Bueno, barato parece ser que no lo fue, porque el buen facultativo cobraba altos honorarios mientras duró el asunto. Lo recuerdo como acontecimiento que se produjo durante mi niñez. En un principio obtuvo el más amplio crédito de la clase médica y quizás el propio doctor Marañón, gran gurú de aquellos tiempos, hurgó destacadas napias de la época, hasta que el efecto sorpresa y esperanza se evaporó. Creo que el doctor Asuero terminó en la sombra, víctima de la reacción a las ingenuas y desorbitadas expectativas que había creado. Murió oscuramente en su ciudad natal, en 1942.

El Viagra (si es medicamento será masculino, en ese caso) va un poco más al bulto, es decir, se especializa más, aunque su ámbito resulte vastísimo; ahí es nada, remendar y vigorizar los apetitos del varón, por ahora y, en capilla, la píldora femenina.

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Si no es alterar las reglas del juego, explíquenme de qué va el asunto. Pienso que el ingrediente básico de estos remedios fantásticos consiste en la gran dosis de esperanza que suscitan, lo que incide, más que en el relleno de los cuerpos cavernosos, ya me entienden, en la ansiedad y los deseos residentes en el hipotálamo. Aunque esperemos del Viagra benéficos efectos y mayor vigencia que el toque del trigémino: ¡mientras dure!

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