Tribuna:DEBATE SOBRE LA REFORMA FISCAL

Los intríngulis del nuevo IRPF

Será en el año 2000 cuando los contribuyentes apliquen, al hacer su declaración sobre el ejercicio de 1999, el nuevo impuesto sobre la renta de las personas físicas. Y será sólo entonces cuando la reducción fiscal resulte rentable para algunos, mientras que para la mayoría de los españoles la reforma será un simple espejismo.Lejos de ser un ejercicio de futurismo o una aventurada hipótesis, esta reflexión inicial deriva de la aplicación práctica del nuevo IRPF y del examen de las diferencias que implica respecto al actual. Estamos ante una reforma que afecta directamente a unos 15 millones de ...

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Será en el año 2000 cuando los contribuyentes apliquen, al hacer su declaración sobre el ejercicio de 1999, el nuevo impuesto sobre la renta de las personas físicas. Y será sólo entonces cuando la reducción fiscal resulte rentable para algunos, mientras que para la mayoría de los españoles la reforma será un simple espejismo.Lejos de ser un ejercicio de futurismo o una aventurada hipótesis, esta reflexión inicial deriva de la aplicación práctica del nuevo IRPF y del examen de las diferencias que implica respecto al actual. Estamos ante una reforma que afecta directamente a unos 15 millones de personas, según el número de declaraciones presentadas en 1998. Y que, además, trasciende a la sociedad en su conjunto, por tratarse del impuesto con mayor poder recaudatorio dentro del sistema fiscal español; es decir, del que tiene más peso en el sostenimiento del Estado y, por tanto, en la prestación de los servicios públicos.

Pero el tema de fondo es que la reforma del IRPF es el penúltimo eslabón de la cadena de cambios introducidos en nuestro sistema fiscal durante los dos últimos años, cuya traducción ha sido un aumento del 3,3% de la presión fiscal indirecta y la reducción de la directa en casi un 1%. Como consecuencia, cada vez se tiene menos en cuenta el nivel de renta y riqueza del ciudadano a la hora de repartir progresivamente las cargas del sostenimiento del Estado.

En este contexto, conviene dejar claro que el nuevo IRPF consolida las modificaciones llevadas a cabo a lo largo de esta legislatura; y que su entrada en vigor, conforme al proyecto de ley, implicará una pérdida de la naturaleza personal y el carácter redistributivo de este impuesto, así como un importante retroceso en términos de progresividad y equidad del sistema fiscal, amén de suponer una merma en la recaudación de más de 500.000 millones anuales. Ésta, y no otra, es la dimensión que en el año 2000 ofrecerá la reforma del IRPF, cuyas modificaciones contemplan diferente tratamiento fiscal en función de la naturaleza de los rendimientos y de la cuantía de las rentas; y cuyo resultado final juega claramente a favor de los ciudadanos de mayor nivel de renta.

Merece un comentario especial el tratamiento que van a recibir los rendimientos del trabajo personal, que suponen el 80% de la base imponible total del impuesto. Precisamente el colectivo de asalariados no sólo será el menos beneficiado por el nuevo IRPF, sino que el 55% de los mismos, que además son los de menor nivel -me refiero a las rentas de trabajo inferiores a 1.500.000 pesetas-, es el que sale peor parado. Así, por ejemplo, un asalariado que para el ejercicio de 1999 declare 1.350.000 pesetas por rendimientos de su trabajo perderá la posibilidad de reducir su base imponible en 37.500 pesetas, ya que, frente a las 537.500 que deduce actualmente (englobando las deducciones en base y cuota), la deducción a aplicar por este concepto sera tan sólo de 500.000 pesetas, según el proyecto de ley del Gobierno. Sin embargo, sólo un 9% de los trabajadores -los de rendimientos más altos- puede ver mejorada su tributación entre 56.000 y 83.000 pesetas en la base imponible.

Este tratamiento diferencial negativo de las rentas del trabajo se refuerza por la evidente mejora que obtienen otra clase de rendimientos. Si analizamos el tratamiento de las plusvalías se observa que las generadas en más de dos años, superiores a seis millones de pesetas, al mantener un único tipo del 20%, verán reducida a la mitad su tributación.

El nuevo IRPF supone, además, un paso atrás en la progresividad fiscal, que es el resultado de combinar dos decisiones: por un lado, reducir a 6 los 17 tramos de tarifa existentes a 1 de enero de 1996, lo que supone ampliar el intervalo de renta en cada uno de ellos; y por otro, reducir ocho puntos (del 56% al 48%) el tipo en el tramo más alto, y sólo dos puntos (del 20 al 18) en el más bajo, lo que equivale a acortar las diferencias de tributación a 30 puntos -frente a los 36 de la actual tarifa- entre los ciudadanos de más nivel de renta y los de menor nivel. Si se analizan por separado cada una de estas reducciones, se produce el espejismo de la bajada de impuestos. Pero el efecto real de ambas, por la propia técnica liquidatoria del nuevo IRPF, será que la mayoría de los declarantes (en torno al 67%) contribuirán más que ahora con la nueva tarifa, mientras que un 1% (los que superan los 10 millones de base liquidable) se ahorrarán al menos 800.000 pesetas en su declaración. Tampoco se avanza en la lucha contra el fraude fiscal, al identificarlo con la existencia de un tipo marginal elevado, cuando en realidad deriva de la naturaleza de los rendimientos que son susceptibles de escapar al control de la administración tributaria. En la práctica, no defrauda quien quiere, sino quien, queriendo, puede; de lo que se infiere que la reducción del fraude no se resuelve rebajando los tipos, sino estableciendo normas y medidas específicas que lo impidan. El nuevo IRPF es una ocasión perdida, ya que en su diseño no se contempla nada que facilite mayor transparencia y control de los rendimientos sujetos a gravamen, o que incentive el cumplimiento de las obligaciones fiscales.

Con la aplicación del nuevo IRPF se van a dar situaciones injustificables, desde el punto de vista de la equidad, como consecuencia del cambio en la estructura del impuesto. Cambio que se concreta en sustituir el "minimo exento" actual por el inicialmente llamado "mínimo vital" y ahora "mínimo personal y familiar", el cual no sólo desvirtúa el carácter innovador que se pretende dar a este concepto, sino que supondrá -y esto es lo más importante- mayor derecho a deducción para los ciudadanos con rentas más altas que para los de rentas más bajas.

Estamos ante la reforma de un impuesto -de naturaleza personal, por cierto- en la que los hijos y/o el cónyuge tienen un tratamiento fiscal discriminatorio, en función, exclusivamente, del nivel de renta de su padre y/o cónyuge. Y en la que éstas y otras diferencias, como las derivadas de sacrificar las deducciones familiares, así como las de gastos de enfermedad, alquiler de vivienda, custodia de hijos y contratos de seguros por una reducción mínima -cabría decir minimalista- son, en verdad, las novedades que contempla el proyecto del IRPF.

Pongamos por caso el tratamiento que recibirá un ciudadano cuya base imponible sea de 1,5 millones, en virtud del nuevo "mínimo": a los ojos de la Hacienda pública que está configurando el Gobierno central, un hijo sólo le supondrá una deducción de 36.000 pesetas, es decir, casi tres veces menos de las 96.000 pesetas que podrá deducir otro ciudadano con una base de 15 millones. El cónyuge de este último le rebajará 264.000 pesetas la cuota, casi el triple de las 99.000 que deducirá por el suyo el ciudadano de renta más baja. El nuevo IRPF alumbra una nueva escala de valores, tanto tienes, tanto vales.

En la misma línea, y por insólito que sea propiciar la aparición de agravios comparativos en la España del siglo XXI, el contribuyente de 1,5 millones deducirá, por gastos de enfermedad, tan sólo 6.300 pesetas, es decir, una cantidad casi tres veces inferior a las 16.800 pesetas que deducirá el ciudadano que tribute por 15 millones, aun cuando no haya tenido este tipo de gastos.

El suma y sigue de efectos diferenciales contrarios a la naturaleza del impuesto que provoca el nuevo IRPF identificará, en el año 2000, a los ciudadanos de mayor nivel de renta por sus deducciones más cuantiosas, o, lo que es lo mismo, por su menor contribución relativa a los servicios públicos. La reforma del IRPF enmascara la realidad y abandona lo que, a las puertas del siglo XXI, debería perseguir, un mejor reparto de la carga fiscal y un avance en la equidad impositiva, al tiempo que garantizara el mantenimiento de los niveles de prestación de los servicios públicos en condiciones de igualdad para todos. Muy al contrario, devoto del más puro estilo conservador, y a costa de quienes tienen menor capacidad económica, es el mejor regalo con el que, al final de esta legislatura, el Gobierno pretende distinguir a su más preciada clientela electoral, quienes gozan de mayor nivel de renta.

Magdalena Álvarez Arza es consejera de Economía de la Junta de Andalucía.

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