Tribuna:

La veda del peatón

No están las cosas en Madrid como para ponerse a dar saltos de alegría por las calles; más bien conviene circular por ellas con pies de plomo y la vista pegada al suelo. Si vamos por la vía pública dando ágiles brincos y haciendo simpáticas cabriolas y piruetas, lo más probable es que terminemos caídos de bruces en una zanja con el tobillo dislocado, aplastados por una hormigonera salvaje o entre las pinzas de una voraz excavadora.El Ayuntamiento lo sabe y quiere prevenirnos de espontáneos ataques de euforia peatonal mediante la correspondiente sanción económica, adelantándose a una posible re...

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No están las cosas en Madrid como para ponerse a dar saltos de alegría por las calles; más bien conviene circular por ellas con pies de plomo y la vista pegada al suelo. Si vamos por la vía pública dando ágiles brincos y haciendo simpáticas cabriolas y piruetas, lo más probable es que terminemos caídos de bruces en una zanja con el tobillo dislocado, aplastados por una hormigonera salvaje o entre las pinzas de una voraz excavadora.El Ayuntamiento lo sabe y quiere prevenirnos de espontáneos ataques de euforia peatonal mediante la correspondiente sanción económica, adelantándose a una posible reclamación al municipio por parte de los siniestrados.

Los severos sancionadores municipales saben, además, que el saltador urbano no sólo se pone en peligro a sí mismo, sino que con su irresponsable comportamiento, con sus movimientos bruscos y acelerados, puede producir daños a terceros, colisionar con otros viandantes o hacerles perder la concentración imprescindible para circular sin riesgo por un paisaje hostil y erizado de obstáculos, obstáculos que ha dispuesto o autorizado ese mismo Ayuntamiento no para que nos los saltemos a la torera, sino para que nos fijemos en la gran labor que están llevando a cabo con el fin de hacer una ciudad más habitable para los automóviles.

Las nuevas multas para peatones recientemente instituidas vienen a reparar el histórico agravio que sufrían los automovilistas. Hasta ahora, por ejemplo, si un vehículo decidía dejar la calzada y avanzar por la acera en busca de atajo o plaza de aparcamiento, era más que probable que le cayera una multa de órdago. Sin embargo, el peatón que bajaba de su acera y pisaba la calzada para llamar a un taxi, o para ver si venía el autobús, sabía que su acción quedaría impune.

Pero se acabó, se acabó la prepotencia del peatón, su bula para cruzar la calle fuera de los cauces establecidos, forzando a veces a los automovilistas a atropellarlos en pleno uso de sus derechos territoriales y sufriendo luego las consecuencias de la imprudencia ajena.

El plan antipeatonal sería perfecto con algunos pequeños retoques; por ejemplo, si estableciera una velocidad mínima para atravesar los pasos de cebra, acabando con la inveterada y extendida costumbre de muchos peatones que los cruzan con toda la parsimonia del mundo y sonríen con malevolencia a los conductores varados.

Pero casi no se puede pedir más, el objetivo básico se ha cumplido. Con estas multas, el Ayuntamiento ha querido concretar, explicitar un mensaje que durante los últimos años ha estado implícito en todos sus proyectos urbanos: la urbe es de los automóviles, el Consistorio gobierna para ellos, aunque, de momento, no puedan acercarse a las urnas para depositar su voto.

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En ese contexto, el peatón es un estorbo, una antigualla y un riesgo; fuera del habitáculo del coche, sin la protección de su coraza, el ser humano es frágil, se mueve con lentitud y su comportamiento es imprevisible.

Al contrario que los automóviles, por ejemplo, el peatón puede cambiar el sentido de su marcha sin previo aviso y sin intermitentes, y puede aparcar su cuerpo serrano en cualquier parte, obstaculizando la vía pública impune y gratuitamente.

En la Gran Manzana soñada por Álvarez, el peatón es un gusano, una plaga con la que no se puede terminar porque el peatón es la materia prima del automovilista, la mitad superior del centauro de cuatro ruedas que se ha convertido en la especie dominante.

A los peatones irredentos, sobre todo si son del género paseante, habrá que confinarlos en peatódromos, aunque sea una palabra impresentable, delimitar claramente sus zonas en parques, jardines, plazas y paseos aislados por verjas o alambradas para que no entorpezcan el tráfico rodado.

Los accesos a los peatódromos estarán limitados a las bocas de los aparcamientos construidos previsoramente en el subsuelo para que los peatones irredentos se vean obligados a utilizar el transporte motorizado, privado o privatizado, para disfrutar de su obsoleta pasión por desplazarse de un sitio a otro utilizando sus imperfectas extremidades interiores.

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