Tribuna:

Estrellas

El cielo de Nueva York no tiene estrellas puesto que han sido anuladas por el resplandor de la ciudad. Las verdaderas constelaciones son allí las cotizaciones de Wall Street. Todo el mundo contempla ese nuevo firmamento. La Polar se llama Dow Jones y las líneas quebradas que genera el mercado continuo crean cada mañana el carro de la Osa tirado siempre por dos caballos nada celestes: la insaciable codicia y el inmenso pánico de los mortales. Esta semana una tempestad solar ha coincidido con el hundimiento de la Bolsa. Algunos expertos opinan que hay que relacionar esa formidable explosión atóm...

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El cielo de Nueva York no tiene estrellas puesto que han sido anuladas por el resplandor de la ciudad. Las verdaderas constelaciones son allí las cotizaciones de Wall Street. Todo el mundo contempla ese nuevo firmamento. La Polar se llama Dow Jones y las líneas quebradas que genera el mercado continuo crean cada mañana el carro de la Osa tirado siempre por dos caballos nada celestes: la insaciable codicia y el inmenso pánico de los mortales. Esta semana una tempestad solar ha coincidido con el hundimiento de la Bolsa. Algunos expertos opinan que hay que relacionar esa formidable explosión atómica que ha producido el Sol con el estallido de este globo de papel, en cuyo interior jugaban alegremente millones de especuladores. Si la Luna, que es una simple piedra, influye en las mareas hasta conmocionar el alma de los berberechos, una tormenta solar deberá producir grandes oleajes en las pasiones humanas hasta alterar las entrañas de los tiburones. Creo que no es necesario acogerse a las convulsiones del sistema planetario para explicar la locura del sistema financiero. Aquí abajo se dan suficientes espasmos como para convertir a un pequeño inversor en carne de filete ruso. Baste saber que sus pequeños ahorros están sujetos al vaivén del oso Yeltsin que ya en su día fue bautizado con vodka por un pope que estaba totalmente borracho. Y si el propio Yeltsin no le parece lo más semejante a una tormenta solar piense el pequeño inversor que su destino que no es distinto al de la pasta de berberechos lo arrastra un fauno rubicundo que va eyaculando a toda prisa entre bombardeo y bombardeo por los despachos de la Casa Blanca. Dijo el viejo Rockefeller: si todos los neoyorquinos piensan que la Bolsa subirá el día en que las golondrinas lleguen a Nueva York, irremediablemente ese día la Bolsa subirá. Del mismo modo digo yo: si los inversores creen que la Bolsa se recuperará cuando los tiburones hayan hecho completa digestión de los millones de berberechos que se han zampado, en ese momento la Bolsa irá hacia arriba. Y entonces volverán las constelaciones a brillar.

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