Tribuna:

La soledad del presidente

Cuando Bill Clinton compareció el miércoles ante los periodistas por primera vez desde la difusión del informe Starr dejó la sensación exacta de lo que realmente es en este momento: un hombre torturado y aislado, tanto afectiva como políticamente, confiado tan sólo en el impredecible criterio de la opinión pública, en cuya mano ha dejado la presidencia. Clinton ha depositado todas sus esperanzas de defensa en la solidez con que las encuestas le dicen que los norteamericanos, aunque no le quieren, prefieren mantenerle en el cargo antes de hacer frente a una dimisión o una destitución que...

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Cuando Bill Clinton compareció el miércoles ante los periodistas por primera vez desde la difusión del informe Starr dejó la sensación exacta de lo que realmente es en este momento: un hombre torturado y aislado, tanto afectiva como políticamente, confiado tan sólo en el impredecible criterio de la opinión pública, en cuya mano ha dejado la presidencia. Clinton ha depositado todas sus esperanzas de defensa en la solidez con que las encuestas le dicen que los norteamericanos, aunque no le quieren, prefieren mantenerle en el cargo antes de hacer frente a una dimisión o una destitución que podría amenazar la tranquilidad de la nación y, sobre todo, de su economía.El sentido práctico de los norteamericanos se impone, por el momento, a su puritanismo, y, aunque la conducta de Clinton provoca el rechazo casi unánime de sus compatriotas, no es menor la desaprobación del comportamiento de Starr. Los males propios siempre tienen el consuelo de otros males ajenos aún mayores, y en ese sentido la impopularidad de Clinton se ve penosamente compensada por la superior impopularidad del fiscal Kenneth Starr.

Bill Clinton ha sido siempre un hombre de riesgo. Su presidencia, jalonada de pequeños escándalos y bruscos cambios de orientación, ha transcurrido siempre por el filo de la navaja. En cada una de las múltiples dificultades conocidas desde los primeros meses de 1993, Clinton acabó, sin embargo, siendo salvado por una opinión pública satisfecha por la bonanza económica y reacia a dejarse influir por las pequeñas guerras de la política.

No es descartable que también en esta ocasión las encuestas, si soportan los seísmos que faltan por llegar -el contenido del vídeo con la declaración del presidente puede ser letal-, salven a Clinton. Pero la situación actual, además de ser objetivamente más grave, tiene diferencias notables con las crisis pasadas -gay en el Ejército, fracaso de la reforma sanitaria, Paula Jones, derrota electoral de 1994, papeles del FBI, oficina de viajes de la Casa Blanca, Whitewater...-. Una de esas diferencias es, como hemos dicho, el cruel aislamiento con el que Clinton afronta esta batalla, sin el respaldo siquiera -al menos no tan emocional e inquebrantable- que en el pasado le dieron su esposa, Hillary Rodham, y su vicepresidente, Al Gore.

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Pero la principal diferencia de todas es que esta vez la suerte de Clinton no depende sólo de la opinión pública. Ésta no es una batalla más para ganar elecciones, ese terreno en el que tanto le gusta moverse al presidente. Esta vez, la suerte de Clinton está también, y diría que principalmente, en manos de los 36 componentes del Comité de Asuntos Judiciales de la Cámara de Representantes, que por su composición constituye el peor enemigo que Clinton podría imaginar.

El informe de Kenneth Starr, con todo su repugnante contenido, ha entregado la máxima responsabilidad sobre la suerte de Clinton a las 36 personas -32 hombres y cuatro mujeres- que abren cada día con sus códigos secretos la sala H2-186 del Capitolio, donde se revisan los asuntos judiciales de la nación.

Son ellos los que, gracias a la flexibilidad que la Constitución norteamericana permite en este caso, decidirán si Clinton ha cometido "delitos o fechorías" que merezcan su destitución. En 1970, durante la consideración de un proceso de destitución de un miembro del Tribunal Supremo, el congresista, después presidente, Gerald Ford definió como ofensa merecedora de destitución "toda aquella que una mayoría de la Cámara de Representantes considerase ofensa merecedora de destitución en un momento dado de la historia".

Es perfectamente concebible que, en este momento dado de la historia, cuando EE UU, paradójicamente encabezado por su propio presidente, cree librar una gran batalla nacional por la recuperación de la moral tradicional, la conducta de Clinton pueda ser considerada una ofensa merecedora de destitución por un Comité de Asuntos Judiciales dominado por la extrema derecha del Partido Republicano y completado por algunos de los más pintorescos y menos influyentes congresistas del Partido Demócrata.

Para entender la naturaleza de ese comité basta decir que el equilibrio y la moderación están representados en él por su presidente, Henry Hyde, un republicano de larga trayectoria ultraconservadora cuya más notoria aportación legislativa es la ley que prohíbe la donación de fondos federales para la práctica de abortos. Hyde está acompañado por Bob Barr, de Georgia, un antiguo fiscal y empleado de la CIA a quien los periódicos se han referido habitualmente como "el peor enemigo de Clinton en el Capitolio". Barr ha advertido que afrontará el estudio del informe Starr como un caso de "emergencia para la seguridad nacional".

Al grupo de choque republicano pertenece también Charles Canady, de Florida, conocido como el capitán de la causa conservadora contra la discriminación positiva.

El comité está integrado mayoritariamente por congresistas procedentes de Estados del sur, que no son precisamente los que se caracterizan por su mayor tendencia a la moderación y al consenso ni los que aportan un espíritu liberal a la política norteamericana. Un republicano, blanco y suburban del sur de EEUU es lo más próximo a lo que podemos entender en Europa como la derecha reaccionaria.

También algunos demócratas del comité son del sur, tres de ellos son negros que se han visto favorecidos por un reparto de circunscripciones electorales hecho precisamente para que pueda haber negros en el Congreso. En esa calidad, su relevancia en su partido y en el Capitolio es escasa.

Los más significativos demócratas del Comité de Asuntos Judiciales de la Cámara de Representantes son personajes que han corrido políticamente por libre y que no son proclives a -ni tienen posibilidades de lograr- un entendimiento con halcones republicanos.

La causa de Clinton tendrá que ser defendida en el comité por congresistas como Barney Frank, que alcanzó notoriedad nacional al confesar que era homosexual, o Mary Bono, que ocupó en el Congreso el escaño dejado vacante por la muerte de su marido, el cantante Sonny Bono.

Junto a ellos se sientan representantes de la izquierda del Partido Demócrata como Jerrold Nadler, un congresista de Nueva York que ha criticado extensamente a Clinton por su exceso de ductilidad política y su falta de sensibilidad hacia la causa de los derechos y las libertades civiles, y Maxine Waters, una activista negra de los barrios pobres de Los Ángeles muy próxima a Jesse Jackson.

Es cierto que Clinton cuenta con algunos aliados más fieles en el comité, especialmente el novato Robert Wexler, pero el presidente no dispone, entre ese equipo, con alguien de peso que haga de abogado de su causa. Clinton intentará la presión por arriba, entre el liderazgo de ambos partidos en el Capitolio. Esa estrategia, sin embargo, se ve seriamente entorpecida por la escasa autoridad con la que actualmente cuenta la Casa Blanca para tratar con un Congreso en el que hasta el portavoz de la minoría demócrata, Richard Gephardt, le ha dado la espalda. Además, aun consiguiendo influir en el liderazgo, no sería fácil que eso repercutiera inmediatamente en un Comité de Asuntos Judiciales donde predominan los puntos de vista más cerriles. Y será ese comité el que diga la última palabra, no las encuestas.

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