Tribuna:

Eufemismos

Los eufemismos pueden llegar a ser más improcedentes que quienes lo propagan. Cuando se empieza a no llamar a las cosas por sus nombres habituales, se termina imitando la conducta del avestruz, que es -como nadie ignora- táctica de majaderos. Algo en apariencia pueril, pero altamente significativo falla entonces en la estabilidad conceptual de las relaciones públicas, esa vieja usanza colectiva que los burócratas pretenden monopolizar. ¿Quién divulga y en qué negociado educativo se elabora la infundada tendencia a rehacer eufemísticamente el idioma? No hace mucho pensé confeccionar un glosario...

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Los eufemismos pueden llegar a ser más improcedentes que quienes lo propagan. Cuando se empieza a no llamar a las cosas por sus nombres habituales, se termina imitando la conducta del avestruz, que es -como nadie ignora- táctica de majaderos. Algo en apariencia pueril, pero altamente significativo falla entonces en la estabilidad conceptual de las relaciones públicas, esa vieja usanza colectiva que los burócratas pretenden monopolizar. ¿Quién divulga y en qué negociado educativo se elabora la infundada tendencia a rehacer eufemísticamente el idioma? No hace mucho pensé confeccionar un glosario de términos que -por así decirlo- habían sido desplazados del Diccionario de autoridades y estaban siendo sustituidos en el uso común por otros absolutamente prescindibles. Mi proyecto no llegó a cuajar, en parte por negligencia y en parte por fastidio. Mejor así. Pero algo saqué en claro. Como primera medida, que el propósito más frecuente en la creación de eufemismos se atenía a la definición retórica del vocablo, esto es, al modo de expresar con miramiento o con decoro ciertos conceptos que pueden "ofender a los oídos". O sea, una virtud sacada del más arcaico baúl de la urbanidad. Qué decencia. Hasta no hace mucho, ese gazmoño escamoteo verbal se resolvía tipográficamente por medio del ingenioso disimulo de los puntos suspensivos. También se usaba la inicial de alguna palabra tenida por malsonante: la "p" de puta; la "m" de mierda, y así, con lo que se obtenía del eufemismo en grado superlativo, la síntesis extrema del tapujo. Incluso se empleaba el circunloquio, que es figura que coincide de hecho con cierta elemental definición de literatura, sólo que en este caso servía para quitarle letras a las palabras, una operación que colinda por su lado más inocente con la del párvulo. Cuando el uso del eufemismo no está motivado por la pudibundez, lo está por la presunción o el simple despropósito. En una época en que los tabúes han dejado de extenderse a cuestiones sexuales o a lo que se llamaba gusto dudoso, la actividad eufemística no deja de situarse entre la necesidad y la ridiculez. De ahí arranca, por ejemplo, la eliminación de no pocos acreditados nombres de profesiones, como "practicante" o "perito", y de ahí proviene -por poner otro ejemplo inmejorable- la conversión del "recreo" de toda la vida en el "segmento de ocio" de la nueva terminología pedagógica. La cursilería nunca ha sido patrimonio exclusivo de los simples. El eufemismo, aparte de responder a una ostensible afectación, incluye casi siempre una cierta dosis de hipocresía social. Adjudicarle otro bautizo más púdico o vistoso a lo que ya estaba adecuadamente bautizado, es siempre inventiva de redichos o de pusilánimes. Se trata, además, de la antítesis del casticismo aplicado al empleo de expresiones tradicionales. En cualquier caso, a lo mejor todo eso no es más que una manía de viejo. Y ya no hay viejos. Los han transferido a todos a la tercera edad de una nueva enumeración caótica de la biología.

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