Tribuna:

La burra de Balaán

Hace meses, creo que en el mes de mayo, una buena amiga me llamo por teléfono para proponerme que escribiera el prólogo a un libro que estaba terminando de revisar. No se trataba de un libro cualquiera, me dijo, sino de la Biblia. Su propósito, como el de la editorial que avalaba el proyecto, era tratar de hacer una nueva versión que facilitara la lectura de este complejo texto a los lectores de hoy. La propuesta me dejó tan perplejo que no supe qué contestar. Aunque inmediatamente, al colgar el teléfono, me hiciera consciente de la gravedad de mi situación. Porque se trataba, en suma, de hace...

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Hace meses, creo que en el mes de mayo, una buena amiga me llamo por teléfono para proponerme que escribiera el prólogo a un libro que estaba terminando de revisar. No se trataba de un libro cualquiera, me dijo, sino de la Biblia. Su propósito, como el de la editorial que avalaba el proyecto, era tratar de hacer una nueva versión que facilitara la lectura de este complejo texto a los lectores de hoy. La propuesta me dejó tan perplejo que no supe qué contestar. Aunque inmediatamente, al colgar el teléfono, me hiciera consciente de la gravedad de mi situación. Porque se trataba, en suma, de hacer no un prólogo a un nuevo libro, uno de los muchos que inundan nuestro enloquecido mercado editorial, sino a ese libro fundacional de nuestra consciencia que es la Biblia. Un libro que no sólo ha sido, y sigue siendo, el más leído y comentado de nuestra cultura, sino que se había transformado en guía de conductas de millones de hombres y mujeres de todos los tiempos, y dado lugar a justificaciones tanto de las conductas más aberrantes y odiosas como de las más extrañas y delicadas.¿Y qué podía decir yo, qué podía añadir a ese aluvión infinito de comentarios, muchos de los cuales eran el producto de años, de vidas enteras dedicadas a su interpretación y estudio? El sentido de la responsabilidad me obligaba a tomarlos en consideración, y a no decir nada, por tanto, que no supusiera su conocimiento. Una tarea, como es fácil de suponer, completamente fuera de mi capacidad, y que enseguida me hizo llegar a la conclusión de que debía negarme

Pero entonces me di cuenta de una cosa. Que yo no había dejado de leer la Biblia, que era un libro que llevaba años acompañándome, junto a los más necesarios y queridos, y al que cíclicamente volvía con gusto. No como el que busca una guía moral, ni siquiera el reflejo o huella de una verdad única, sino por pura necesidad lectora, buscando antes que la Verdad (con mayúsculas) la indescifrable y esquiva belleza.

O dicho en otras palabras, como quien sabe, tal y como se nos cuenta en Las mil y una noches, que la verdad no cabe en un solo sueño, y que necesita del entrelazarse de los muchos sueños para revelarse. Es decir, que si cada uno de nosotros tuviera, para explicar su vida, que recurrir a un conjunto de historias o de libros, para explicar una parte de la mía yo tendría que hacerlo a la Biblia. De forma que si yo iba a hablar de ella no sería como lo haría un creyente, para el que la Biblia es el libro por antonomasia, el que funda y posibilita la escritura de los demás, sino un humilde lector. Un lector que va reuniendo al vivir "las mil y una noches" que contienen el solo misterio de su vida, y que descubre en ellas algunos de los relatos que se guardan en la Biblia.

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Y me pareció que no sólo era posible hacerlo así, sino que esa reivindicación de la Biblia como un libro más entre todos los libros podía ser pertinente y hasta expresar un grado de fidelidad mayor hacia ella que la de aquellos que se empeñan en decirnos que sólo en sus páginas se recoge la verdad del corazón de los hombres. Y la Biblia, como El Quijote o La divina comedia, por poner sólo tres ejemplos entre los muchos posibles, me parecieron libros secuestrados. Libros cuyos accesos estaban vigilados por decenas de intérpretes, que celosos de su saber acerca de lo que en ellos se cuenta impedían ese contacto inmediato, sin mediación (o con la mínima mediación posible), que es el contacto que busca el verdadero lector. Y que, en vista de ello, podían ser buenas medidas, como, por ejemplo, que por un tiempo determinado (en los próximos 20 años, pongamos por caso) se impidiera la realización de todo tipo de estudios, o citas, de tales libros, que pasarían así a una clandestinidad gozosa, a ese limbo que es la sola patria del lector, y donde éste podría encontrárserles desposeídos, huérfanos, abandonados enteramente a su suerte. Es decir, a la sola voz que en ellos se escucha.

Un Ministerio de Cultura que, por ejemplo, promoviera no ayudas para la realización de estudios o congresos sobre tales textos, sino su marginación académica; y que al retirarles del dominio de seminarios y conferenciantes se les entregara de nuevo al azar de los encuentros afortunados. Y fue en medio de estas reflexiones cuando me llegó el manuscrito de María Tubo, así se llama mi amiga, que leí con verdadero gozo, olvidándome incluso que tendría que escribir un prólogo para acompañar su edición. Y vi que ella, por su cuenta, se me había adelantado transformando la Biblia en un relato, pues había puesto en su centro la figura de una niña ficticia, que a la manera de ese lector del que vengo hablando no se cansa de preguntar, de pedir que las historias que 1a cuentan se continúen en otras, y ésas en otras más, que a la postre terminarán por confundirse con las de su propia vida y la de su pueblo. Devolviendo así al relato su función básica, que no es entretenernos (o no solamente), sino situarnos en el corazón del mundo, permitiéndonos al hacerlo recuperar el latido de nuestro propio corazón, que tal vez es el único órgano del cuerpo humano que aún no ha abandonado por completo el mundo descrito en el Génesis, porque está abierto, haciéndose interminablemente, porque aún no se ha terminado de crear. De forma que se da en él la paradoja de que, siendo lo más íntimo, lo que más parece pertenecernos, es a la vez ese lugar de nosotros mismos donde nos abrimos a los demás. El lugar más oculto e íntimo y, a la vez, el más compartido.

Y es de ese lugar, de ese órgano, del que hablan todas las historias, y las de la Biblia de forma especial. Y por eso a mí me pareció que el libro revelado por Yahvé sólo pudo ser El cantar de los cantares, que es el que hace del corazón de los hombres la única e inagotable sustancia de la vida. Y también que si entre todas las historias que se cuentan en ella tuviera que elegir una, ësta sería la de la burra de Balaán. Se cuenta en El libro del Éxodo, y en ella Balaán, un mago que va a maldecir a los israelitas, ve cómo su burra se detiene bruscamente en el camino, sin que nada parezca impedirla seguir adelante. Balaán la golpea e insulta, hasta que se da cuenta de que lo ha hecho porque hay un ángel interrumpiendo su paso, un ángel que ella ha visto antes que él. Y ésta es una historia bien graciosa, en un libro, por cierto, tan carente de humor; pero también muy decisiva e importante, porque si al final es una burra, que no es nada, la única que ve, ¿qué hacía mi amiga escribiendo esta nueva versión, su editorial publicándola, y yo escribiendo su prólogo? Aún más: ¿por qué dábamos tanta importancia a la lectura de este libro, y nos empeñábamos en dárselo a leer a todas las gentes, si al final tal vez fuera sólo eso, ser nada, no tener nada que decir, como en el caso de la burra, lo único que podía permitirnos percibir lo más decisivo y extraño?

Gustavo Martín Garzo es escritor

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