Tribuna:

Galeones

Los relatos sobre galeones hundidos son tan antiguos como los propios galeones y suelen aflorar a la superficie (los relatos, no los navíos) con una muy elocuente reiteración. Además disponen por lo común de cierto regusto a leyenda, que casi nunca es una versión desfigurada de la historia. Quiero decir que la leyenda en torno a un naufragio es con toda probabilidad mucho más estricta que la historia de un naufragio. Y con mayor razón si ese naufragio supuso también la pérdida de algún tesoro procedente de nuestras rapacerías minuciosas en el Nuevo Mundo. Pocas áreas marítimas de mayor releva...

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Los relatos sobre galeones hundidos son tan antiguos como los propios galeones y suelen aflorar a la superficie (los relatos, no los navíos) con una muy elocuente reiteración. Además disponen por lo común de cierto regusto a leyenda, que casi nunca es una versión desfigurada de la historia. Quiero decir que la leyenda en torno a un naufragio es con toda probabilidad mucho más estricta que la historia de un naufragio. Y con mayor razón si ese naufragio supuso también la pérdida de algún tesoro procedente de nuestras rapacerías minuciosas en el Nuevo Mundo. Pocas áreas marítimas de mayor relevancia en este sentido que la costa de Cádiz, entre la desembocadura del Guadalete y la del Guadalquivir, es decir, entre la bahía gaditana y la broa sanluqueña. Según el Archivo de Indias, hay documentados más de 700 naufragios por estas aguas litorales. Sólo en la que fue alevosa barra de Sanlúcar se estiman en cerca de 400 los galeones que se fueron a pique. Resulta, sin embargo, poco alentadora la evidencia de que los arrastres fluviales se han tragado, seguramente para siempre, esos pecios de tan suntuosa memoria. Dispongo de una ya dilatada predilección por los barcos, preferentemente por los veleros que aún navegan. Esos galeones desaparecidos me retrotraen a mis primeros gustos literarios por la aventura. Nunca he dejado de oír, por estas mismas orillas oceánicas, muy fascinantes lances relativos a esos grandes veleros que transportaban hasta Sevilla y Cádiz los tesoros de Ultramar. Conservo no pocos informes sensoriales de esas peripecias y he tenido la rara oportunidad de sentir, en noches lúgubres, la quebrazón de un casco encallando en los bajíos, los jirones del velamen, el pánico de la tripulación lidiando con la mar. Sin duda que el paisaje ha ganado mucho prestigio con estos vistosos restos de leyendas. Mel Fisher, un yanqui que ejerce a medias de joyero y cazatesoros, calcula que las riquezas que traían los navíos que zozobraron por estas aguas equivalen, en pesetas de hoy, a unos cuatro billones. No sé de dónde sale cómputo tan descomunal, que suena a renta de jeque, pero tampoco parece muy ilusorio, sobre todo si se tiene en cuenta que ese sagaz joyero ha vendido ya lingotes de oro y plata extraídos de un galeón -el Nuestra Señora de Atocha- por valor de 60.000 millones de pesetas. Funciona por aquí desde hace años una Sociedad Española de Rescate de Galeones -que ya es primorosa especialidad- y acaba de crearse en Cádiz un Centro de Arqueología Subacuática. No disfruto de suficiente credulidad como para suponer que los resultados de ambas empresas vayan más allá de la amena literatura. Ese centro arqueológico gaditano sacó hace poco del fondo de la bahía unas botellas de refresco del siglo pasado -qué arte- y quienes se empecinan en rescatar galeones siguen cultivando una especie de avaricia quimérica. En cualquier caso, y aunque la fiebre del oro ya no es lo que era, todavía reaparecen por ahí algunos brotes. Pero esos son ya mayormente delictivos.J. M. CABALLERO BONALD

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