Tribuna:

La sentencia

La comunicación oficial de la sentencia del Supremo sobre el caso Marey ha confirmado en líneas generales el anticipo publicado la semana pasada por EL PAÍS; las diferencias menores entre el veredicto avanzado por este diario y el fallo -referidas básicamente a la cuantía de las penas y a los votos particulares de los magistrados discrepantes- muestran a las claras que ese adelanto no fue el resultado de una filtración suministrada clandestinamente y con malévolos propósitos por un miembro del tribunal (al estilo de esas gargantas profundas que alimentan manipuladoramente ...

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La comunicación oficial de la sentencia del Supremo sobre el caso Marey ha confirmado en líneas generales el anticipo publicado la semana pasada por EL PAÍS; las diferencias menores entre el veredicto avanzado por este diario y el fallo -referidas básicamente a la cuantía de las penas y a los votos particulares de los magistrados discrepantes- muestran a las claras que ese adelanto no fue el resultado de una filtración suministrada clandestinamente y con malévolos propósitos por un miembro del tribunal (al estilo de esas gargantas profundas que alimentan manipuladoramente las variantes degeneradas del periodismo de investigación), sino la trabajosa reconstrucción redaccional de las deliberaciones de la Sala Segunda a través de las fugas informativas involuntariamente producidas a lo largo de una semana de largos y apasionados debates. Los intentos de utilizar los imaginarios orígenes de esa exclusiva periodística para linchar moralmente a los magistrados del Supremo llueven sobre el suelo mojado de las estrategias orientadas a deslegitimar el Estado de derecho o a vaciar de autoridad las sentencias adversas; un pintoresco rábula ha llevado esa infame campaña hasta el extremo de pretender que la supuesta filtración debería llevar a la nulidad del veredicto. En una célebre sentencia sobre el secreto del sumario (STC 13/1985), de la que fue ponente el malogrado Francisco Tomás y Valiente, el Tribunal Constitucional recordó que el artículo 120 de nuestra norma fundamental sitúa las zonas de sombra del funcionamiento de los tribunales (entre las que figura indudablemente la deliberación de un órgano colegiado) dentro de un restringido ámbito: "Las actuaciones judiciales serán públicas, con las excepciones que prevean las leyes de procedimiento".La lectura comparada del cuerpo de la sentencia y de los tres votos particulares (suscrito uno de ellos por dos magistrados) permite reconstruir los argumentos empleados en el riguroso y elevado debate jurídico celebrado por los miembros de la Sala Segunda para llegar al veredicto. Es lógico que los socialistas -disconformes con el fallo- muestren su acuerdo con los razonamientos de los cuatro magistrados que se pronunciaron a favor de la absolución del ex ministro Barrionuevo y del ex secretario de Estado Vera. Sin embargo, debe quedar claro que no hay dos sentencias sobre el caso Marey, una oficial y otra alternativa, situadas ambas en pie de igualdad y legitimadas indistintamente a gusto de los consumidores. Los órganos colegiados -también los tribunales- funcionan necesariamente de acuerdo con la regla de la mayoría. Sin duda, la diversidad de enfoques y de criterios de los magistrados de una Sala refuerza las garantías de los justiciables al aumentar las posibilidades de que sean tenidos en cuenta el mayor número de argumentos y puntos de vista sobre la materia discutida. Antes o después, sin embargo, será preciso que el tribunal adopte una decisión: la exigencia de unanimidad implicaría conceder a la minoría discrepante la capacidad de bloquear el proceso. La regla de la mayoría no es sólo funcional: los votos que dan ganadora a una de las tesis en disputa convierten, además, su contenido resolutivo en la única sentencia existente.

Las votaciones de la Sala Segunda han alternado las unanimidades con las discrepancias. Prestan un pésimo servicio al Estado de derecho quienes atribuyen, desde lados simétricamente opuestos, las diferentes posiciones de los magistrados a móviles políticos o a prejuicios ideológicos fronterizos con la prevaricación; tanto los razonamientos de la mayoría como los argumentos de la minoría de la Sala Segunda se han movido en el ámbito de la lógica jurídica y reflejan la complejidad del caso Marey, abierto inicialmente a la incertidumbre respecto a la culpabilidad o inocencia de Barrionuevo y de Vera.

Los once jueces rechazan de forma unánime el delito de pertenencia a banda armada, que algunos acusadores, letrados o mediáticos, habían convertido en indiscutible artículo de fe: la sentencia establece que no se dan los requisitos constitutivos de ese tipo delictivo (asociación ilegal estable, posesión de armamento, creación de alarma social). El acuerdo es también completo a la hora de establecer la existencia de una relación instrumental entre el delito de malversación de fondos reservados y el delito de detención ilegal cometidos por los acusados: esa vinculación de dependencia (una construcción jurídica denominada concurso ideal o medial) ha permitido rebajar en tres años la condena de Barrionuevo y Vera. Finalmente, la Sala Segunda descarta la posibilidad de aplicar a los ocho funcionarios de policía la eximente o la atenuante de la obediencia debida: desde que en España hay democracia, ningún servidor -civil o militar- del Estado está obligado a cumplir las órdenes de sus superiores que impliquen violaciones del ordenamiento legal y constitucional.

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Las diferencias entre los magistrados han surgido a propósito de otras cuatro cuestiones: el desarrollo de la instrucción sumarial, las pruebas para condenar a Barrionuevo y Vera, la existencia de condición en el secuestro de Segundo Marey y la fecha a partir de la cual deben contarse los plazos para fijar la prescripción de las responsabilidades penales de los acusados. Las peticiones de nulidad de las actuaciones planteadas por los defensores de Barrionuevo y Vera, tal vez el principal caballo de batalla de su estrategia procesal, son rechazadas por la sentencia; sin embargo, el voto particular suscrito por dos magistrados, aun sin llegar a sostener que las deficiencias atribuibles a Garzón sean suficientes para decretar la nulidad total o parcial de la instrucción, denuncia "una sombra de irregularidad" en su desarrollo. A diferencia de la sentencia, los tres votos particulares consideran insuficientes las pruebas para condenar a Barrionuevo y Vera, que han negado siempre su participación en unos hechos -el secuestro y la retención durante diez días de Segundo Marey con la ayuda de fondos reservados-, confesados por los otros diez procesados cuando una prueba documental (el comunicado reivindicador del secuestro) les cortó la retirada. Dos magistrados también discrepan del agravamiento del delito de detención ilegal: su voto particular no considera probada la llamada a la Cruz Roja de San Sebastián exigiendo la puesta en libertad de cuatro policías españoles encarcelados en Francia (por

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el intento de secuestrar a un etarra) como condición para la liberación de Marey. Los cuatro magistrados discrepantes se pronuncian a favor de la prescripción de las responsabilidades penales de los delitos de secuestro y malversación: mientras la sentencia considera que la fecha a partir de la cual correría la prescripción es la querella presentada en 1988 por un grupo de ciudadanos, de forma tal que el secuestro de Marey no está prescrito, los votos discrepantes realizan otro cálculo favorable a la extinción de las responsabilidades penales de los implicados.

Pero el debate en torno a la sentencia del caso Marey no es sólo -y ni siquiera fundamentalmente- jurídico: Barrionuevo y Vera, a la vez que hacen un uso expreso de las garantías procesales y constitucionales -a disposición de cualquier acusado- para negar los cargos, libran una batalla política paralela mediante sobreentendidos para iniciados. Las serias dificultades de hacer compatibles esas dos diferentes estrategias son responsables en gran medida de los errores cometidos en el juicio oral por los abogados de Barrionuevo y Vera: cuando la negación plausible de los cargos incriminatorios se transforma en una inverosímil negación de las evidencias, los acusados corren el serio riesgo de que su palabra deje de ser tomada en serio cuando dicen la verdad.

La línea de defensa política de Barrionuevo y Vera conduce a una trinchera inaceptable: la solicitud para los gobiernos de un territorio exento de responsabilidad penal en la lucha antiterrorista. Esa exigencia subliminal del privilegio de extraterritorialidad penal a favor de los altos cargos del Ministerio de Interior invoca los precedentes de la guerra sucia contra la amenaza terrorista no sólo en Francia (la OAS), Reino Unido (el IRA) o Alemania (el grupo Baader-Meinhoff), sino también en España; los agravios comparativos se dirigen contra los diversos gobiernos de UCD, bajo cuyo mandato camparon por sus respetos cuadrillas asesinas de mercenarios -encuadradas por los aparatos de seguridad- semejantes a los GAL. Esa parte sumergida de la defensa de Barrionuevo permite explicar la indignación ante la condena de algunos dirigentes socialistas como Rodríguez Ibarra, sublevados ante la idea de que sólo los altos cargos del Gobierno de González tengan que pagar los destrozos de la guerra sucia mientras Fraga o Martín Villa se libran de pagar la factura.

La argumentación política exculpatoria se prolonga con la acusación de que el caso Marey está siendo utilizado de manera sistemática y artera por el PP para borrar de la memoria colectiva los logros conseguidos por los socialistas durante casi catorce años de gobierno, para condenar al ostracismo a Felipe González y para aniquilar al PSOE como alternativa electoral. La abominable saña y la sádica crueldad mostrada por los publicistas afines al Gobierno (algunos de los cuales, para colmo, azuzaron a los socialistas en 1983 a emprender la guerra sucia y jalearon los peores rasgos de Barrionuevo) a la hora de explotar la sentencia condenatoria y de ajustar vengativas cuentas personales con Felipe González no pueden sino disparar los reflejos tribales del PSOE y reforzar su tendencia a comulgar con una concepción conspirativa de la historia: algunos socialistas insensatos parecen inclinados a escenificar incluso una variante simbólica e incruenta de aquel lejano octubre de 1934, que deslegitimó las instituciones democráticas de la República.

Los llamamientos de Pujol para evitar la fractura social y recuperar la cordura deberían ser escuchados y aceptados por todos. Sería escandalosamente injusto presentar la condena de Barrionuevo como una enmienda a la totalidad de los catorce años de gobierno de Felipe González; pero también carecería de sentido esgrimir ese meritorio balance global del PSOE como coartada para rechazar las enmiendas parciales a la etapa de poder socialista: por ejemplo, el comportamiento de algunos altos cargos de Interior que -como prueba, la condena de Roldán, nombrado director general de la Guardia Civil por Barrionuevo- no sólo traspasaron la frontera de la legalidad en la lucha antiterrorista, sino que se lucraron, además, con los fondos reservados. En cualquier caso, las mayores responsabilidades en la tarea de evitar el deslizamiento de nuestra vida pública hacia un clima irrespirable de odios y sed de venganza, incompatible con un sistema democrático, corresponden a José María Aznar, en su doble condición de presidente del Gobierno y del PP: en sus manos está impedir la peligrosa e irresponsable deriva hacia el enfrentamiento civil iniciada la semana pasada por el diputado popular Ramón Aguirre y el portavoz del PP en el Congreso, Luis de Grandes.

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